Dannys Montes de Oca / La Habana, 2007.

Barthes en La cámara lúcida se enfrascó en demostrar que el medio fotográfico poseía una autonomía estructural anterior al modo en que la realidad se presenta a sí misma en la fotografía. Es decir, que poseía un código de representación tal y como suele ocurrir con la pintura y otros medios[1]. Ese “falso” estado de contigüidad entre la realidad y el código de representación fotográfico despierta interés cuando pensamos en la relación entre la fotografía cubana hecha por mujeres y el discurso de género, tema que transita tanto por los convencionalismos del medio como por el aporte comunicacional derivado tanto de una mirada instruida en nuevas estrategias lingüísticas.

Bien es sabido que no todo el arte hecho por mujeres suele discursar desde posturas de género aunque  todo texto cultural sea susceptible a un análisis dentro de las variantes actuales de ese campo. Al mismo tiempo no todo discurso de género se ha afianzado en el discurso de la fotografía por lo tanto un análisis de este tipo emerge del deseo de encontrar ciertas equivalencias entre el género como fuente y disciplina de conocimiento y la fotografía como modelo semiótico de realidad. Justamente en las diferencias entre una fotografía comprometida (con el género) y otra que no lo es, encontramos una pauta intelectivas importante de diferenciación para responder a la pregunta de qué es lo que aporta el arte cubano a ese  discurso y teoría de género y por qué la fotografía cubana deviene en tal caso práctica al uso.

La respuesta es simple si entendemos que las artistas mujeres se apropian de este medio como de cualquier otro. Sin embargo la práctica parece reservarnos otras evidencias, y es que la fotografía ha devenido un medio o soporte mucho más corporativo y expedito de comunicación permitiendo que los (las) artistas encaucen con mayor facilidad el propósito de lograr una transformación social (colectiva) de las mentalidades, y consecuentemente se active un uso institucional otro de las imágenes en medio de una tendencia de la cultura contemporánea en la que la fotografía es parte substancial de un cambio de  noción del saber, y de un nuevo tipo de percepción social.

Y aquí surgen algunas hipótesis para el caso de la fotografía que nos ocupa:

Son propuestas que recalan en la re-construcción de una subjetividad individual antes que universal, y que se oponen a la bipolaridad masculino–femenino, a las relaciones de oposición Mujer vs Hombre, o al hecho de convertir las reflexiones sobre género en un mecanismo exorcista y represivo.

A propósito de las afirmaciones de Barthes, el código fotográfico deja de ser mono-dependiente de esa  contigüidad entre imagen y realidad cuando precisamente su uso se orienta a establecer múltiples construcciones de lenguaje a través de recursos y mecanismos formales y conceptuales, cada uno de los cuales desata niveles operativos dispares en el espectador, y coloca el mensaje en lo que podríamos llamar un disloque de la información originaria o una incertidumbre de significación.  Paradójicamente, el discurso visual de género también se sustenta en una teoría de la mirada que echa por tierra la concepción epistemológica del arte como lenguaje, razón principal del logos masculino modernista y se apoya en mecanismos  que derivan del “instante” fotográfico.

Como formas del discurso de género se articula el uso conceptual de la condición tecnológica de la fotografía al tratarse de un modelo en el que se van construyendo y reconstruyendo al unísono, y en el proceso, la  práctica y la conciencia de género en tanto noción estandarizada y subvertida, así como la expresión de una subjetividad aprendida a través de la propia mediación tecnológica de la fotografía.

Usemos por ejemplo tres momentos claves y paradigmáticos en la trayectoria de la fotografía cubana hecha por mujeres para describir un proceso de articulación del discurso de género y sus niveles de diferenciación en la fotografía. Me refiero a las obras de María Eugenia Haya (Marucha) (1944-1991), Katia García Fayad y Marta María Pérez. Más allá del posicionamiento conceptual desde el cual suele deslizarse el código o valor artístico en cada una de ellas, todas se valen del resorte analógico entre realidad y representación propios de la fotografía el cual disponen, en virtud de sus discursos en órdenes y relaciones diferentes, una para afirmar este valor, la otra para subvertirlo y la tercera para trascenderlo.

En las fotografías de Marucha, por ejemplo sus series La peña de Sirique, 1970, En el Lyceum, 1979, En el salón El Mamoncillo, 1983 o incluso su fotomosaico Sin título, 1983[2], encontramos una postura culturológica, antropológica y etnográfica que indaga sobre particularidades culturales de diferentes escenarios populares cubanos. Retrata con fuerte impacto psicológico a parejas de ancianos bailando en antiguos Liceos, a músicos profesionales o amateur en sus peñas y clubes populares, a grupos de música tradicional o a grupos de bailadores, a adolescentes en la Escuela al Campo, a niños, jóvenes y familias, asimismo se acerca al ritual de las “quinceañeras”, o realiza “fotos de novia” a jóvenes casaderas.

Y es que Marucha participa de una corriente o tendencia que intentaba renovar el sentido épico de la vida cubana con el espacio y la vida cotidianas, con la gente común y donde su mirada anticipa un matiz de “subjetividad individual o grupal” que aportan al discurso “identitario” de la  nación cubana una perspectiva de género, raza y grupos sociales diferente aunque disuelta –no obstante- entre fuertes signos de una temporalidad históricas, colectiva, o comunitarias. Fotógrafas contemporáneas suya como Isabel Sierra, Mayra Martínez y Gilda Pérez retrataban igualmente a grupos provenientes de sectores culturales como la inmigración China en Cuba, sus festividades, atuendos, modos de vida, etc., a escolares, bailarines y personalidades artísticas, o a niños y mujeres pero estas entrañan un compromiso mayor con la noción de una identidad múltiple o diversa que con la mirada que produce un levantamiento de género.

Ellas, como Marucha, .se inscriben todavía en una tradición que afianza la relación de contigüidad imagen fotográfica-realidad, valiéndose -en consecuencia- de los recursos que el propio medio fotográfico oferta. Sin embargo, sería un error no reconocer en el componente psicológico de los retratos de mujeres hechos por Marucha la expresión de esa experiencia subjetiva tan cara a la socialización,  puesta en escena y realización del género. Y es ahí donde su expresión se torna singular y aportadora. Recordemos el donaire con que una señora  -abanico en mano- reserva su pareja de baile de la amenaza que puede representar la otra mujer ya cerca;[3] o aquella de sombrero, vestido y medias negras –muy mayor- que espera en la esquina mientras se le acerca aquella otra de vestido estampado y menos edad; o la que se retrata dejando ver una elegancia que se concentra en el abanico reclinado, el reloj pulsera y la blusa de mangas y cuello,  mientras al fondo (arriba) el retrato -o quizás adorno- de una mujercita de biscuit le acreditan años pasados de juventud, clase y belleza; o aquellas cuatro sentadas, una al lado de la otra, sumando años y esperando su turno que no llega allá en la fiesta.[4]

Como dije, aquí se evidencia una particular manera de socializar el género, acorde tanto a la “estática” de los recursos con que se les presenta, casi siempre “poses” correspondientes al modelo retrato (aún en los casos en que el retratado ha sido sorprendido por la instantánea), como a los conceptos que parecerían encarnar sus portadoras: la espera, la pasividad, la búsqueda de protección, la pérdida, la caída, o la muerte… enmarcados casi siempre dentro de una tipología de personajes y situaciones criollas. En este sentido la  “novia sentada con niña” (una novia negra vestida de blanco que se retrata con la niña (¿o es la niña quien se retrata junto a la novia?) cruza, aspiraciones, y deseos, miedos y desconfianzas, no parecería estar muy lejos de aquellas otras de Blez[5] o Del Valle Rico[6], e incluso de las realizadas por Corrales Las bodas del miliciano, 1960[7], donde curiosamente ella mira hacia abajo en el momento de la foto, o Incoherencia, 1982[8] en la que aparecen novia y novio sentados en un cuarto de baño.

Pero hay otro grupo de imágenes de Marucha en las cuales la mujer retratada es portadora de contenidos mucho más crípticos, donde la mujer aparece representada desde un presente y unas circunstancias mucho más suyas y menos impuestas por la vida. Y esas son para mí sus mejores fotos. Hablo por ejemplo de aquel retrato de la serie Marcha del Pueblo Combatiente, 1980 en la que una mujer con sus brazos abiertos y una banderita cubana resalta entre un grupo de hombres que la admiran o celebran; o el retrato La cantante Caridad Cuervo en su casa, 1987 donde -cerca de aquellas imágenes suyas de Caibarién realizadas junto a Mario García Joya (Mayito)-[9], se alternan lo histórico, lo cultural y lo social en la perspectiva individual y espacio-temporal Casa-Cuerpo-Mujer; o sus imágenes de En el Salón El Mamoncillo, 1983 donde la autora capta la naturaleza sensual e histriónica de más de una mujer; o aquel otro de la serie En la calle Muralla, 1986,  donde -quizás la pintora- sonríe con pena y sorna entre la cámara y el mural pintado en la pared.[10]

Si bien Marucha buscaba una imagen capaz de traducir vida, espíritu y atmósferas en la que se desenvolvían sus retratados, en ella la figura femenina, por extensión de su propia subjetividad individual, llegó a tener un peso trascendental. Si un método en la captación de realidades, logró concretarse en imágenes ese estuvo matizado por la gracilidad, la soltura, la gracia y el misterio de sus retratadas, las cuales constituyen además un mosaico de los aspectos relacionales (masculino y femenino) del género. Asimismo la tradición de la boda, los quince, los grandes salones, las circunstancias domésticas o cotidianas, vinieron a sumarse a las expresiones de una época acotando género y lenguaje fotográfico como el espacio donde se concretaron una performatividad y ritualidad muy significativas y que abrió puertas todavía poco exploradas por la crítica y la investigación en Cuba sobre las particularidades que nuestras prácticas culturales aportan a la Teoría de género predominantemente anglosajona.

Asimismo Marucha estableció una brecha que se ubica en el borderline entre la imagen encontrada y la imagen construida y que se desarrollará de una manera casi subterránea y poco visible a partir de ella en la fotografía cubana. Su impronta era de esperar si tenemos en cuenta, por una parte, que el ingreso de la Mujer en la construcción del relato histórico fue un hecho que se produjo a finales de la década del 60 y del cual desde el punto de vista generacional ella fue heredera y partícipe,  y por la otra, su intensa labor y aportes como investigadora y promotora de la fotografía en Cuba. Aun cuando mucho se conecta con los recursos comunicacionales con que otros autores abordaron planos similares de realidad, la mujer en ella no solo alcanzó un mayor grado de particularidad discursiva a tono con los métodos empleados, -el retrato y la instantánea- sino que supo captar una Mujer múltiple de tipo cultural que recala en el orden de la representación social de este grupo humano.

Su aporte a la evolución de la fotografía cubana y a la lógica de la diferenciación de género se explica desde las perspectivas de una “teoría de la mirada” que intenta “arrebatar las discusiones formales del arte al control de la teoría lingüística, para centrarlo en lo que de visual tiene una obra de arte, examinándola dentro del más extenso campo de la comunicación social”.[11]

Más allá de un acercamiento cronológico, difícil de discernir, trataré de hacer visible esta relación entre fotografía y discurso de género desde la genealogía del propio lenguaje fotográfico en sí mismo, allí donde este se desarticula o hace patente su correspondencia con la realidad. Haré entonces un salto temporal hacia la serie La Boda (1989) de Katia García, para después volver sobre otra rama de este frondoso árbol, la serie Para concebir (1987) de Marta María Pérez.

Katia García realiza un ensayo profundo e incisivo con La Boda. No por casualidad en esta serie se concretan dos perspectivas que habíamos visto de manera incipiente en las novias y quinceañeras de Marucha: un desarrollo a niveles superiores del punto de vista crítico y un punto de vista mucho más desarrollado del componente preformativo que ahora se nos presenta casi cinematográfico develando su propio devenir en sucesivas instantáneas, más que eso, en secuencias. Y es que dentro de la tradición del ensayo fotográfico ha tratado de conservar la lógica de la instantánea que otorga veracidad o credibilidad al documento y a su vez incursionar en un discurso narrativo que es conceptual, desconstructivo. Allí donde el canon del ensayo fotográfico selecciona, edita, hace más con menos,  incluso compartimenta, en virtud de una totalidad interrelacionada a partir del concepto o tema, el hilo conductor de Katia, la idea, se desata en “tomas” que se interconectan secuencialmente  hasta un final por demás abierto.

La novia, puesta al desnudo por Katia, (y no precisamente por Duchamp) establece lazos cuyas lías y nudos nunca dejan espacio al erotismo y la fantasía visual de la ceremonia tradicional. Deviene un calvario de pequeños sucesos que la autora pulsa con empeño moviéndonos de lo sublime a lo ridículo, de la risa a la congoja, y de la esperanza al dolor. Cada “cuadro” presenta la boda como opción, escape, o búsqueda de soluciones. Tanto el ritual de vestirse como los atuendos (la novia que se asea, se pinta las manos, se hace los rolos, se peina, entra en la saya paradera, se ahoga de calor, se mira ante el espejo) nos presentan su entorno, sus circunstancia, su familia, sus amigos y vecinos. Ventanas y puertas, luces naturales o artificiales sugieren escape, salida de aquel espacio pequeño, claustrofóbico, pobre, necesitado. Finalmente, vestida y desesperada, la novia sale a la calle, al carro elegante, al salón protocolar. Su mirada esquiva, ausente, poco o nada nos dice de su felicidad. Como algo que se construye -como el cake-maqueta de la primera “toma”- esta boda es seguramente la elección de otra precaria felicidad. Katia trata de legitimar lo innecesario o lo verdaderamente prescindible para, contrariamente, hablarnos de lo esencial. La agudeza de este trabajo  creo que ha sido tenida por menos a causa de la tenue cortina de humor sobre la que se tejen los contrastes en cada imagen, pero cuando se le mira en conjunto, como corresponde, las partes devienen  sinfonía total, concepto, concreción de algo a priori que la autora quiso comunicar: la boda como uno de los modelos con que en el día a día se cruzan género e identidad individual.

Y es que la noción de género no deberá ser vista como algo  preestablecido, aunque sí socialmente construido. Su deber ser se transforma en la dinámica social, en las representaciones de la cultura, y en su propia desconstrucción, evidenciando tanto lo que se presenta como lo que se oculta. Este es también principio básico en su serie La mujer sostiene la mitad del cielo, en el sentido de las representaciones de dentro de la dinámica social. Si para Foucault la productividad se presentaba como elemento clave de las relaciones sociales entre los sexos  y de ahí su idea de la “tecnología del sexo” como un conjunto de técnicas para maximizar la vida, las representaciones aquí asociadas recalan en el orden de esa distribución presentando aquellos espacios donde, en una división social del trabajo a ella le ha correspondido garantizar lo que parecería la parte básica, doméstica de la existencia.  Las mujeres sostienen la mitad del cielo dirige la mirada a esa “economía” informal  o “productividad” de género alternativa. Ahí están la maniquiuri, la jugadora de dominó, la pagadora de promesas, la seductora, y también la novia, y en su serie Procesiones, la vendedora de objetos religiosos, la niña-angelito, la beata, la sacristana, la que acompaña a la virgen, etc.

Pero hasta aquí hemos visto de un lado la correspondencia entre un modo de entender la fotografía por la vía de la imagen como documento que da fe, glorifica o evidencia diferentes niveles de realidad (Marucha) y una fotografía que se construye de manera intelectiva por analogía como equivalente o imagen contigua de la realidad pero evidenciando modelos de socialización y comportamiento de género. Veamos con Marta María Pérez un camino diferente. Y es que la capacidad evocadora de la fotografía en Marta María no corresponde al orden del análogo fotográfico barthiano (su autonomía estructural), sino a la inspiración constructiva que recala en el dominio de lo lingüístico con elementos aislados, separados,  de la lógica fotográfica aunque apropiados de ella. Con su serie Para Concebir, 1986, Marta desvió la dirección representacional desde el exterior, hacia el interior, a partir de elementos preformativos, referenciales e intertextuales y como trasgresión y reconstrucción del propio medio fotográfico En la quiebra de la estructura analógica tradicional del lenguaje fotográfico se ha producido una doble adecuación a su potencial lingüístico como texto cultural.

Para concebir nos presentaba el peligro de la madre ante lo maléfico y el resguardo contra él, no en una poética de connotaciones rituales afirmativas sino  en una especie de reinvención del ritual de representación de la maternidad y el parto como expectativa siempre traumática hacia la vida o hacia la muerte. Su foto 7:30 reflejaba toda la energía concentrada en el suceso, y la angustia de un devenir en el cual sanciones como No matar ni ver matar animalesTe nace ahogado con el cordón, etc., funcionaron como oposición al tabú tutelar pero también como dislocación de la mirada bio-esencialista de la feminidad. Asimismo en Recuerdos de nuestro Bebé, 1987, contraponía los signos y síntomas de ese desgarramiento dual que es el parto y la maternidad: sangre y leche materna, encajes y cicatrices, sueño y vigilia, en una evocación también cultural del nacimiento, mientras que en Cultos paralelos, 1989-1990, la artista retornaba sobre sus propios pasos en la búsqueda de una conexión menos antagónica con la tradición de la religiosidad popular y quizás un poco más alejada de la identidad de género. No obstante aún en este caso se sintetizaban conceptos como los de la Madre-Tierra y la Madre-Universal.

Estas obras de Marta María fueron el primer documento artístico que -quizás no de manera consciente pero sí evidente-, dieron cuenta de una contradicción cultural que se nos plantea frente al camino desarrollado hasta entonces por las teorías de género. Y es que estamos ante el cuerpo “otro” “femenino”, doblemente alternativo por heredero de una cultura ancestral, que tipifica el lado oscuro, inconsciente, no racional, al que se oponen los enunciados reivindicadores del discurso de la feminidad en la tradición occidental. Sin embargo tipifican en las representaciones de Marta María uno de los puntos de vista más radicales y articuladores de esa alteridad.

Es esa mirada desde la experiencia individual y cultural al mismo tiempo la que le permite un reordenamiento no solo de los parámetros de género sino también de los parámetros fotográficos.  ¿Cómo romper con las representaciones tradicionales ritual afrocubano en la fotografía  y llegar a la concreción visual de una parte del componente filosófico de dichas prácticas? Negar lo fotográfico conteniéndolo fue quizás el recurso mejor esgrimido. Por qué, si no, una artista como Marta con una formación dentro de los lenguajes tradicionales de las Artes Plásticas y con experiencias en otros medios acude al ritual fotográfico. La fotografía ha devenido en su caso un medio importante no solo para expresar de manera diferenciada nuevos contenidos como pudo haber sido en un momento sus reflexiones en torno al cuerpo femenino, la madre, la maternidad sino también un medio muy dúctil y todavía poco explorado –si se le compara con otros ya tradicionales- para transformarlo en la búsqueda de esa expresión renovada.

Sin embargo hay una diferencia substancial entre esta fotografía analógica, aunque “construida” de Marta y la que encontraremos por ejemplo en una artista como Lidzie Alvisa quien también habilitó en su instalación fotográfica 9 meses, 1995-96, un ejercicio introspectivo sobre su condición de madre. Recuerdos de nuestro bebé de Marta y 9 meses de Lidzie transitan por la noción del álbum de recuerdos familiares desde la opción de una subjetividad manifiesta, opuesta a lo racional, ubicada en esa experiencia irrepetible, única, transformadora, que es gestar y dar a luz un hijo. Corporeizar en imágenes y símbolos sus experiencias de género, sexualidad, y crianza materna, parece la única forma posible de evitar que pierdan su nitidez, se contaminen entre recuerdos sensaciones y experiencias demasiado intensas y fugaces. Compartirlas, fue una manera de integrarlas a la experiencia colectiva y validarlas en su potencial trascendente. El parto ocupa en la  perspectiva femenina el lugar de una dimensión heroica.  Si bien la cultura occidental reserva espacio de reconocimiento y congratulación a la Madre, y en toda la tradición del arte femenino y feminista este es un tema constante, el deseo de expresión que tal suceso conlleva trasciende, por su naturaleza en sí misma inabarcable, la propia dimensión racional del ser. La mujer desea, quiere hacer pública esa experiencia en extremo ilimitada, desde los cambios físicos, metabólicos y psicológicos hasta su participación, presencia y aceptación en el espacio social[12].

Esa conexión entre lo personal y lo colectivo es remarcada cuando  años más tarde Lidzie incorpora también a su hija Alicia a un performance donde ella y otras niñas maquillan –torturan- durante horas a la madre. El performance, que nos llega por la vía fotográfica, recala también en el punto de unión entre el sacrificio y el placer, la ternura y el dolor, el deseo de dar y la satisfacción de que te quiten, pero aporta un uso de lo fotográfico mucho más accidental y azaroso por tratarse de documentar una experiencia de vida, tal y como habíamos visto en su instalación 9 meses.

Como Marta, Lidzie construye una memoria colectiva, en tanto que individual, de identidad de sexo y género. Sin embargo no dejan de ser dos versiones de la subjetividad femenina que apuntan a la diferencia como pathos individual y cultural.  De cualquier modo cuando se habla de identidad, siempre se recurre a la memoria y en este caso la relación de ambas artistas en la fotografía no es casual. No solo por su capacidad para legar lo que ha sido y es, sino también por su poder para estandarizar imágenes, construir estereotipos, o apropiarse y reproducir íconos. Si se trata de validar posibilidades en el terreno de lo autobiográfico, de propiciar un trance sin profundas mediaciones retóricas entre lo individual y lo simbólico, donde lo femenino ocupe un lugar preponderante, el intento puede sembrar cierta desconfianza con respecto a la capacidad real de potenciar la propia experiencia en el lenguaje del arte. Pero es que el puente, nexo o mediación entre discurso y lenguaje a través de lo fotográfico es cada vez más estrecho y al mismo tiempo de una mayor disponibilidad. Puesto que la fotografía ha transitado muchas posibles variantes ha hecho también mucho más democrático y menos complejo su arsenal de conocimiento compartido.

Lidzie juega con esa condición cuando incorpora el recurso performático, actoral y usa su imagen impresa como memoria.  O cuando incrusta alfileres a su cuerpo, con una intención casi canónica, y se acerca a la tradición cristiana del dolor como camino inevitable hacia la realización del ser. No se preocupa demasiado por repetir ciertos estándares de representación pues lo que interesa es qué se dice mientras que el cómo es solo una opción entre miles. Entonces el dolor deviene uno de los atributos más notables desde los cuales se interceptan género, cuerpo y  fotografía en su obra, de ahí que en el uso reiterado y variado de los alfileres podamos encontrar referencias tanto a la causa como a la solución del problema: ¿autoterapia?, ¿homeopatía? … Como en Dante se encontraron culpa y castigo; el castigo puede devenir fuente también de equilibrio, compensación, y hasta formulación visual del problema.

Hay dos extremos en los cuales la fotografía también puede transitar por el cuerpo en variantes bien diferentes, me refiero a las obras de Niurka Barroso y de Tania Bruguera cuyas perspectivas también derivan del dolor aunque por caminos totalmente opuestos. Tres ensayos fotográficos memorables –aunque muchas veces ignorados- de Niurka  Barroso, como Génesis, ca. 1998[13]En mi propia guerra, ca.. 1999, y Mabel sin barreras, ca. 2000, y Hippies, —-. nos muestran un universo humano complejo. Nuevamente el nacimiento pero ahora desde la perspectiva médica y hasta científica, más que emocional humana ó afectiva. La connotación fría del salón de operaciones, con sus pinzas, sus luces y la mujer sometida a la cesárea para finalmente ver nacer su hijo. La enfermedad infantil, el dolor familiar y/ social y la esperanza de vida. Las malformaciones congénitas, la lucha contra la desventura y las inmensas ganas de vida con que la infancia puede enfrentar el infortunio. La subcultura hippie relegada al plano de la conducta marginalSe trata de una producción temática poco frecuente entre nosotros por delicada, sensible, traumática o evasiva que aporta contenidos de fuertes implicaciones para la mujer y la sociedad. Sin embargo son series que tienen líneas de desarrollo bien diferentes aun cuando se interconectan entre sí en el punto de vista de la objetividad no tamizada y poco fotogénico de lo real.

De otra parte la obra “fotográfica” de Tania Bruguera deriva de su actividad como artista plástica, al remitirnos con sus  instalaciones y performances a un estado mental, a las captaciones de un fluir, que es para ella el  modo en que transcurre la experiencia, el conocimiento y lo cotidiano. Busca y consigue abarcar lo esencial de procesos con los cuales se involucra, pero ellos no suelen ser identificados o definidos con facilidad. Explora en resortes sugestivos que articula en el nivel visual  por la vía de la temporalidad y del enunciado aparentemente familiar, reconocible, pero nunca explícito. Tania acostada sobre un bote;  sacrificada con un corazón entre las manos; comiendo tierra; cubierta por la piel desollada de un animal; amenazada; transfigurada, nos llega a través de la fotografía que es en este caso documentación de otro estado, un ritual simbólico de purificación en el que se unen lo personal y lo social. Indaga en concreciones y malformaciones mucho más mitológicas y no por ello meno reales pero cercanas al plano de la ideología, de lo existencial, aunque igual de lo humano. Sin embargo, aunque incluida aquí por el uso del soporte fotográfico, no creo que su obra se conecte de manera directa con una particular mirada de género sino a través de su propio cuerpo que se ofrece –literalmente- en sacrificio como portador de múltiples resonancias históricas, sociales, y humanas. Entonces, y he aquí su real pertinencia, hay de nuevo un ser humano sexuado, una Mujer, ocupando el todo, la totalidad, el universo de las experiencias.

Esta interconexión social y plástica por la que –como vemos- transita la fotografía es también reconocible en una artista como Yalili Mora quien junto a su compañero Daniel Rivero, nos remite no a las tradicionales lecturas de género que envician y conectan la cartografía sexo-género con los polos de oposición casa/entorno exterior, sino a la unidad natural de ese doble espacio único. Ellos han realizado fotografías de la vida doméstica que luego imprimen con sangre por un método serigráfico. Apuntes privados, 2002,  que así se llama la serie, nos habla de la sangre en el sentido universal y no como flujo menstrual, sin embargo, el uso de este material humano neutraliza aquel otro principio originario según el cual -y en exclusivo- el semen devenía el elemento creador. Pero volviendo a esa unidad dialógica de la materia en el ser, aquí se habla de reafirmación de la familia nuclear, parental y hasta patriarcal, que se esconde tras el ideologema de la complementariedad Hombre-Mujer.

Apuntes privados es el continuo de una existencia. Se trata de la  visión íntima de los miembros de una familia, la que han creado Yalili, Daniel y su hija Laura en la que el arte no sólo ocupa un lugar importante de entendimiento y comunicación sino que funge como materia de vida, recurso con el que se construye una existencia. Imágenes fotográficas, documentales e íntimas, concebidas digitalmente e impresas con el material de la vida, a las que se les superpone, como en un laboratorio, un cristal protector con incisiones de textos alusivos a realidades cotidianas y poéticas.. Simples escenas de silencio y cotidianidad y notas apenas visibles sobre la frágil transparencia del cristal remiten al diario acontecer, al sacrificio, al desvelo, los sueños y la impostergable realidad. Esta perspectiva es deudora y portadora de elementos que hoy ponen a riesgo la bien ganada autonomía expresiva de la fotografía. Si de un lado estamos asistiendo a la intensidad con que un medio como el fotográfico se ha apropiado de la escena artística internacional, con la anuencia de otros que le han sucedido en el devenir tecnológico, del otro y paralelamente, estamos ante  un grado casi extremos de relocalización de sus funciones como recurso mediador y no como fin en sí mismo.

Ese uso mediado de la imagen tecnológica que es la fotografía lo encontramos también en artistas como Sandra Ramos, procedimiento que es común tanto en su obra pictórica, sus grabados e instalaciones como allí donde lo fotográfico toma cuerpo de manera casi autónoma o predominante a través de la representación digital, creando diferentes niveles de construcción del “hipertexto visual”. Su serie Lecciones oscuras, 2004-2005recrea escenas que nos hablan de la soledad, el aislamiento y el temor frente a la intrascendencia y el olvido. El narrador omnisciente –en este caso el alter ego de la niña– nos introduce, a través de soluciones de carácter fotográfico, en historias que parodian o recuerdan textos clásicos de la literatura infantil y juvenil como Robinson CrusoeLos viajes de GulliverAlicia en el país de las maravillas, ó Veinte mil leguas de viaje submarino mientras conviven con citas históricas, literarias o gráficas de carácter nacional como versos de José Martí o Virgilio Piñera, o personajes como Liborio (Torriente), El Bobo (Abela) ó El Loquito (Nuez), todo ello en una interpretación contemporánea de sus circunstancias.

Desde un punto de vista visual se ha logrado una relación intertextual de complemento entre imágenes que provienen del grabado y aquellas que tienen curso en lo fotográfico. Este método retoma el collage vanguardista de Max Ernst en las apropiaciones de imágenes anónimas para reciclarlas y devolverlas -por partida doble- en el tiempo, y hace confluir en un mismo nivel de equilibrio a la literatura, el grabado, la fotografía, y el arte digital. De resultas Sandra se aleja tanto de una perspectiva de género en el sentido ortodoxo como de la condición de fotógrafa tradicional. No capta el momento breve y fugaz en el sentido de la instantánea; no documenta acciones, estereotipos o circunstancias; si acaso muestra imágenes fotográficas captadas o apropiadas que funcionan como paisajes de fondo, como susurro de una ciudad o del mar, y a ellos superpone acciones, personajes y situaciones también rescatadas antes que captadas. Sin embargo tampoco podremos excluir estas imágenes de “la fotografía” y de “lo fotográfico”, como quiera que ello constituye tanto un momento del procedimiento  como soporte o resultado final. En esa misma dirección sabemos cuan comprometida ha estado toda la obra de Sandra con hurgar en la memoria y la subjetividad individual y cuanto de ella misma –tantas veces representadas- hay en esta niña pionera. Cuerpo y rostro incongruentes: niña con cuerpo de mujer adulta, o rostro de mayor edad que la que el cuerpo dibuja. Es el cuerpo de una subjetividad que resiste y representa contradicciones personales e históricas. Sandra parece llamar la atención sobre ello “mostrándose” a sí misma en una realidad “fotográfica” “construida” y matizada por sus vivencias de mujer.

Esta tangencialidad en el uso de la fotografía es mucho más críptica en el caso de mujeres pintoras que alternan fotografía y pintura en el procedimiento de trabajo, o que han devenido “fotógrafas” en una extraña relación de extrañamiento entre un medio y otro y con el espectador. Me refiero a Gertrudis Rivalta y Aimée García.  La referencia al negativo y la imagen le permiten a Gertrudis hablar de los procesos por los que transcurre la realidad hasta su realización como imagen, en este caso la propuesta se encamina a develar los mecanismos “naturales” de selección de lo fotográfico, antes que su concreción final. Sabemos que la imagen fotográfica esconde la dimensión real del suceso, al captar solo el instante, de ahí que le funcione cual punto de partida para cuestionarse los aspectos más polémicos y ocultos de dicha realidad, en este caso, nociones sobre la identidad cubana desde la perspectiva de género, raza y grupo social, replanteándose y cuestionando ciertos clisés perceptivos.

En este sentido resultaron significativas sus obras sobre las fotografías cubanas de Walker Evans en una actitud que se imponía en contra de la representación por “otros” de un “otro” así como la manera en que ese “otro” se representa a sí mismo: negros, mestizos, pobres, mujeres, prostitutas, vagabundos, marginales, en fin, seres periféricos en extraña relación con los poderes económicos, políticos y sociales, y sometidos a pertenecer a los estratos más bajos de la sociedad mientras reproducen modelos simbólicos de naturaleza marginal para conformar el cuerpo de una cubanía típica, exótica y un deber ser (negativo) de la nacionalidad. Títulos como Mulata tropical, 1996 Doble 9, 1997, resultaban apropiaciones del Evans de los años treinta y su visión de lo cubano mientras La querida, 1997; Bang Bang, 1997 y All over me, 1998, provenían del archivo fotográfico familiar.

En un sentido inverso ese estado de ambigüedades aparece también en las obras de Aimée García cuando encontramos en un mismo soporte referencias reales o procesuales entre fotografía y pintura. La obra “fotográfica” de Aimée no ha sido suficientemente atendida en lo que respecta a sus aspectos polémicos. Sus primeros trabajos en esta dirección seguían la reconstrucción de mitos históricos y el juego realidad-representación que habían caracterizado buena parte de su pintura, así como su interés en  el autorretrato.  Es el caso de El vueloLa colecta y Aimée como Penélope I y II, todas del 1997, En El vuelo, el cuerpo acostado y fotografiado de la artista se secciona en tres partes y de él penden sus propios cabellos tomados de la cabeza rapada de la artista; para La colecta Aimée posa -junto a un modelo masculino- cual versión juguetona de Sansón y Dalila donde los pelos de aquel compensarían su calvicie.; mientras que en el Aimée como Penélope I y II, la artista se fotografía tejiendo o cociendo sus propios atuendos, junto a las versiones pictóricas de ella misma. Pero ese ejercicio se volvía confrontación y complemento en una obra como La Duda, 1998, en la que pintura y fotografía conforman un tríptico sobre el replanteo del ser como identidad incompleta que se re-estructura psicológica y sexualmente en el ser amado. Mientras que en AtributosCóncavoContorsión y Juego, todas del 2004, se refuerza el artificio al incorporar el componente pictórico a una fotografía. Aimée construye máscaras-rostros de madera calada y pintada y las coloca a sus modelos junto a objetos reales. Con ello pone en entredicho los valores intrínsecos de veracidad del medio fotográfico, en tanto que esa misma máscara pictórica  mediatiza el efecto de lo fotográfico al enrarecer y trastocar la naturaleza visual fotográfica en pictórica y viceversa. La rareza de estas máscaras asexuadas -pintadas y fotografiadas-, perturba tanto a una lectura estereotipada de género como  al canon de la fotografía digital expedita, directa. Con el tiempo y la experimentación han devenido fotografías de objetos que dialogan sobre lo humano.  Y de aquí deriva un modelo interpretativo que subvierte las determinaciones tecnológicas de la fotografía digital cuando articula una “mirada” o discurso dentro del modelo analógico o el discurso post-conceptual, tal y como llegó a ocurrir antes con la fotografía analógica-construida.

Para volver al terreno de aquellos artistas que se han dado a conocer con exclusividad dentro de la fotografía, veremos en las producciones de Liudmila Velazco y su compañero Nelson Ramírez de Arellano, un camino que se concreta en la acción de documentar que nos lleva a su propia negación. De hecho sus obras no encajaban en el contexto fotográfico cubano en el que se dieron a conocer, el cual enfatizaba, aun en los casos más radicales, lo fotográfico. Ellos  entraron en un orden diferente de relaciones que para mí corresponde a la estética de los nuevos medios tecnológicos, aunque más en su concepción que por su concreción objetual. Las obras realizadas de manera independiente por Liudmila por ejemplo, se fundamentan en un criterio preformativo, que suplanta con la instantánea lo que podría hacer con la cámara de video. Pero no nos llamemos a engaño. Si no se acude a otros medio es porque se quiere esgrimir una aparente falta de estructuración frente a los convencionalismos del fotográfico. La foto tiende a lo tautológico, sí…; a la propia ontología fotográfica pero desde esa anorexia del significante donde la autora connota su  propio cuerpo como puente o trance de significaciones. Isla, 2002, documentaba sus pasos sobre la arena; Horizonte, 2002, es el encuentro de la imagen consigo misma en una doble confrontación o simetría; mientras que Embarazo utópio, 2003-2004 se concibe como mirada y puesta en escena de la fantasía de ser mamá.  Así lo acreditaron también experiencias como Blanco, 2002, en la que Liudmila se paseaba por las calles de La Habana con el rostro cubierto por una tela de este color, mientras Nelson documentaba, cámara en mano, cuanto sucedía a su paso. Y aunque estas series se apartaron de ese valor relativo al cuerpo femenino individual para hacerlo si no más social al menos integrado al entorno natural o cultural, sí refuerzan aquella parte de la investigación en la que el “documento” objeta, a través de construcciones analógicas, su condición de “doble” de la realidad, Es el caso de la serie Absolut Revolution, 2002-2003, donde el icono de la torre de la Plaza de la Revolución se convierte en fuente de inspiración para recrear o parodiar desde la performatividad álbumes de recuerdos familiares y sociales, o conocidas obras de arte (Sin título –1ro de mayo-, y  Almuerzo sobre la hierba). Pero la apoteosis en esta dirección se produce con la introducción –analógica- de elementos que parecieran creados desde la tecnología digital, ya fuere para ensalzar la propia imagen de la torre (Sin título –Absolut Revolution-),  ya para reubicar lo nacional en la dimensión de una historia y un legado universales, (Diario de viaje), ya para convertirlo en celebración dionisíaca de su propia trascendencia fálica (Absolut Revolution Environment).  No cabe dudas de que se ha producido entre estos artistas el encuentro de dos modelos emblemáticos de representación: tierra-arena-agua-maternidad/femeninas y torre-falo-semen- fundación/masculinos que enlazan niveles diferentes de realidad y ritualizan las conexiones de la imagen con los modelos reales desde los cuales se construye.

Esta es la situación que se nos presenta cuando analizamos la exposición Sueños húmedos, 2003 de Cirenaica Moreira. con su referente en la realidad de las quinceañeras. Cirenaica aporta a la tradición de “quinceañeras” de la plástica y la fotografía cubanas[14],  un nuevo límite o punto cero de reconocimiento entre realidad y representación lo cual además de ser un problema del orden de la ontología fotográfica, también lo es de las construcciones de género. Más que la desmedida y cada vez más deslumbrante celebración, a la cual la artista hace un guiño cómplice en la realización performática de su propia “fiesta de quince”, sus fotografías devienen una parodia de la construcción social del deseo y la fantasía. Cirenaica reproduce con armonía, elegancia y refinamiento intelectual el deseo quimérico de muchas generaciones de quinceañeras cubanas en la copia de estereotipos y paradigmas de género de la cultura occidental y el deseo de trascenderse a sí mismas en otros espacios y cuerpos. La Marilyn, la quinceañera a los años 50, la de tradición española, la Odalisca, la Cautiva, la modelo otoñal aparentemente salida de las páginas de La Mujer Soviética, o aquella otra de la casa de modas occidental, encarnadas por la actriz-fotógrafa, son -no obstante- contenidas (y para bien) en la expresión del referente de erotismo y agresividad sexual con que hoy se construyen estos modelos.

Quizás por ello regresa en su serie “con el empeine al revés”, 2003-2006 a esa relación personal con objetos y atributos que ya habíamos visto en series y exposiciones como Lobotomía, 1996 y Metálica, 1999, pero que aquí se enrarecen bajo el efecto del disfraz, el color y la impresión digitales. Y es que la artista no ha abandonado nunca su interés por el atuendo. Ropa interior, vestidos, corazas, paños, amarras, guantes, postizos, gorros, parecen ahora menos agresivos con el tenue rosa del color, pero al mismo tiempo más melancólicos. La artista regresa a ese intimismo desolador con que nos hablaba del ser y sus máscaras, mientras que el rostro de la performer vuelve a la oscuridad, se oculta, mientras su cuerpo transcurre por poses  y actitudes cada vez más estudiadas.

Género, performance y tecnología digital vuelven en Cirenaica al curso del soporte fotográfico mientras otros espacios de transferibilidad tienen lugar en la obra de Glenda León quien  asume el tratamiento y la perspectiva fotográfica desde la conciencia de transferibilidad de un medio a otro, propia de los nuevos medios tecnológicos Se trata de una temporalidad derivada en la obra que va más allá del tiempo físico de existencia y duración puesto que ella existe siendo forma digital cosificada. En este sentido su propuesta funciona como eslabón entre un tipo de estética digital y mediática y que tiende a lo transitorio que se compromete en la estática, y y en la cual la fotografía es elemento esencial, mediador y complementario a la vez.

A través del uso de la fotografía digital, la instalación fotográfica y el video, Glenda manifiesta un ejercicio de simulaciones, extrapolaciones y mímesis de un medio a otro, de un estado a otro. Hay en la obra uso del encuadre fotográfico, de los modelos de representación histriónicos propios de la performatividad y el video, del simulacro de representación de una pintura en el video, de una fotografía como pintura o de un performance como video…, todos ellos cruzados. Lo que los unifica es una metodología que tiende al detalle, a la sublimación de lo intrascendente y del valor de la belleza cotidiana. Sus primeras incursiones en el video trataban de mostrar una manera rudimentaria de engarzar imágenes que se correspondía con el hecho que intentaban narrar, el título Suspensión, 2000, mostraba a la artista elevándose o subiendo una escalera sin apenas tocar los peldaños sus peldaños, sin embargo cada intervalo era en sí mismo un momento que nos remitía a una foto. En sentido similar Cada respiro, 2003, remedaba un paisaje con flores que alejándose en zoom out permitía ver la imagen casi fotográfica de una mujer acostada sobre la hierba, mientras que en un sentido inverso los fotogramas que conformaron el video Destino, 2003, tampoco se alejan del instante decisivo en la foto. Fotografías digitales como Deshielo, 2000, (una mesa de cristal con un cubo de hielo que se derrite poco a poco) Entre el aire y los sueños, 2003 (fotografías de nubes tomadas desde diferentes ciudades del mundo formando un mapamundi) o Hecho de estrellas, 2003 (lunares ubicados exactamente en la misma posición que ocupan las estrella en el firmamento), terminan por hacer de lo fotográfico un procedimiento más que referencial autónomo por excelencia.

Una situación estética similar es la que construye la artista Mabel Llevat en su reciente exposición  Parque Almendares, 2007. A través de la construcción, uso y fotografiado de maquetas la artista se desliga del referente directo con la realidad y de valores del tipo “instante decisivo”, “apariencia real” o “temporalidad”. El uso de la maqueta le ha permitido además reforzar la indefinición de los espacios, los que son de algún modo reconocibles pero alterados en su perspectiva real y en sus relaciones espaciales. Encuadres, enfoques y perspectivas alteradas o arbitrarias refuerzan el carácter de lo construido y la precariedad de lo representado para incursionar en la creación de clisés cercanos a lo escenográfico, el atrezzo, lo teatral, o la idea del juego infantil que se realiza con personajes o “cuquitas” de papel. Los títulos también hacen alusión a esta no-realidad o realidad “construida”. Remiten al procedimiento analógico aunque elaborado con que se construye el enmaquetado al tiempo que contradice la impresión digital final. Otra forma de reforzar las diferentes maneras de hacer es con la realización de impresiones analógicas en blanco y negro. Desde el punto de vista temático todas asumen ciertos clichés turísticos, políticos, y globales en particular la idea del Parque como residuo arqueológico, como fragmento detenido en el tiempo.

Mabel,  que había transitado por un imaginario mucho más retratístico y en algún sentido autobiográfico o suerte de heterónimo desde su propia imagen, ofrece aquí un elemento importante de ruptura con una fotografía “construida” asociada a una necesidad diferente de comunicación y en última instancia al despliegue de una artesanalidad y una manufactura sintomática a la hora de relacionarla con los discursos de género.

La relación entre mujer, género y fotografía no deja de ser compleja y controvertida, sin embargo, ha permitido sacar a la luz aspectos que conforman una genealogía, un desarrollo en torno tanto a la expresión individualizada y socializada de una subjetividad femenina, a sus modelos de existencia y realización así como a sus variantes críticas y de subversión, las cuales han logrado no solo apropiarse de lo fotográfico sino y lo que es más importante transformarlo.

Citas:
[1] Roland Barthes. La cámara lúcida. Gustavo Gili  S.A., Barcelona, 1981.
[2] Premio Revolución y Cultura, I Bienal de La Habana, Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, 1984.
[3] Cuba: A view from inside. Cener for Cuban Studies. NY, 1985, p. 23.
[4] La Diane Havanaise ou La rumba s´apelle Chano. Mayito et Marucha. Editions José Martí, La Habana, p. 30.
[5] Joaquín Blez. Sin título, 1920, Col. Fototeca de Cuba. Dannys Montes de Oca Moreda. Dayamick Cisneros Rodríguez. Labores Domésticas. Versiones para otra historia de la visualidad en Cuba. Género, raza y grupos sociales. Ediciones UNION, La Habana, 2003, p. 122.
[6] Del Valle Rico. Novia. La Habana. 1930. Cuba 100 años de Fotografía. Antología de la Fotografía Cubana, 1888-1998, Mestizo,A.C./ Fototeca de Cuba, segunda edición, 1998, p. 80.
[7] Raúl Corrales. Las bodas del miliciano, ca. 1960 en: Cuba la fotografía de los años 60, La Habana, Colección Calibán 1988, p. 47.
[8] Raúl Corrales. Incoherencia, 1982. en: Cuba. Dos épocas. Raúl Corrales. Constantino Arias. Fondo de Cultura Económica. México, 1987. p. 59.
[9] Exposición  Homenaje a Caibarién. Abigaíl García, María Eugenia Haya, Mario García Joya. Galería Leopoldo Romañach, Caibarién, 1983.
[10] Para ver estas obras consúltese: Marucha. (María Eugeneia Haya). Calendario 1988, Center for Cuban Studies, NY, 1988.
[11] Margaret Olin. Critical Terms for Art History. Referido por  Teresa de Lauretis en: “Debate Feminista” Año 8, Vol. 16, octubre de 1997, México.
[12] Dannys Montes de Oca Moreda. “Lidzie Alvisa”.  El individuo y su memoria. Sexta Bienal de La Habana. Centro de Arte Contemporáneo “Wifredo Lam”, La Habana, mayo – junio, 1997.  p. 83.
[13] Premio de Ensayo Fotográfico, Casa de las Américas, 1988.
[14] Esta tradición la han ido modelando artistas cubanos como Julio Larraz, César Trasobares, María Eugenia Haya (Marucha), Katia García, y Cirenaica Moreira.
Notas:
Publicado originalmente en https://dannysmontesdeoca.wordpress.com/textos/fotografas-contemporaneas-cubanas/
Cada artículo expresa exclusivamente las opiniones, declaraciones y acercamientos de sus autores y es responsabilidad de los mismos. Los artículos pueden ser reproducidos total o parcialmente citando la fuente y sus autores.
Sobre la autora:
Dannys Montes de Oca (Matanzas, 1967). Directora del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam y de la Bienal de La Habana. Crítica, investigadora y curadora de arte. Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de La Habana (1984-1989). Vicepresidenta de la Sección Cuba de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA) y de la Sección de Críticos y Curadores de la UNEAC. Obtuvo el Premio de Curaduría en el 1er Salón Nacional de Arte Cubano Contemporáneo, 1995; Premio Crítica de Arte “Marcelo Pogolotti”, 1998 y Premio Crítica de Arte “Guy Pérez Cisneros”, 1998 y 2001. Fue becaria del Hunter College, CUNY, 1997; Ludwig Forum-InternationaleKunst, Aachen, 1998 y National Council for the Arts, Ontario, Canadá, 2003. Ha sido conferencista invitada de Queens University (Canadá, 2004, 2006, 2009 y 2011), del Consorcio de Estudios Latinoamericanos y Caribeños (Duke University-University of NC, Chapel Hill, North Caroline, 2012) y de Wishita State University (Kansas, 2014). Fue coautora de los libros Memoria: Cuban Art of the 20th Century (2002), Labores Domésticas. Género, Raza y Grupos Sociales en Cuba (2004) y José A. Figueroa. Un autorretrato cubano (2009). Es miembro del Consejo Editorial de la Revista Arte Cubano (La Habana), del Consejo Asesor de Art Public (Toronto) y del Proyecto Internacional Cosmopolitanismo y Descolonización (Kingston, Canadá).
Imágenes destacadas en el artículo:
Marta María Pérez Bravo. No zozobra la barca de la vida, 1995. Impresión en plata sobre gelatina. © Marta María Pérez Bravo. Cortesía de la artista.

Dannys Montes de Oca / La Habana, 2007.

Barthes en La cámara lúcida se enfrascó en demostrar que el medio fotográfico poseía una autonomía estructural anterior al modo en que la realidad se presenta a sí misma en la fotografía. Es decir, que poseía un código de representación tal y como suele ocurrir con la pintura y otros medios[1]. Ese “falso” estado de contigüidad entre la realidad y el código de representación fotográfico despierta interés cuando pensamos en la relación entre la fotografía cubana hecha por mujeres y el discurso de género, tema que transita tanto por los convencionalismos del medio como por el aporte comunicacional derivado tanto de una mirada instruida en nuevas estrategias lingüísticas.

Bien es sabido que no todo el arte hecho por mujeres suele discursar desde posturas de género aunque  todo texto cultural sea susceptible a un análisis dentro de las variantes actuales de ese campo. Al mismo tiempo no todo discurso de género se ha afianzado en el discurso de la fotografía por lo tanto un análisis de este tipo emerge del deseo de encontrar ciertas equivalencias entre el género como fuente y disciplina de conocimiento y la fotografía como modelo semiótico de realidad. Justamente en las diferencias entre una fotografía comprometida (con el género) y otra que no lo es, encontramos una pauta intelectivas importante de diferenciación para responder a la pregunta de qué es lo que aporta el arte cubano a ese  discurso y teoría de género y por qué la fotografía cubana deviene en tal caso práctica al uso.

La respuesta es simple si entendemos que las artistas mujeres se apropian de este medio como de cualquier otro. Sin embargo la práctica parece reservarnos otras evidencias, y es que la fotografía ha devenido un medio o soporte mucho más corporativo y expedito de comunicación permitiendo que los (las) artistas encaucen con mayor facilidad el propósito de lograr una transformación social (colectiva) de las mentalidades, y consecuentemente se active un uso institucional otro de las imágenes en medio de una tendencia de la cultura contemporánea en la que la fotografía es parte substancial de un cambio de  noción del saber, y de un nuevo tipo de percepción social.

Y aquí surgen algunas hipótesis para el caso de la fotografía que nos ocupa:

Son propuestas que recalan en la re-construcción de una subjetividad individual antes que universal, y que se oponen a la bipolaridad masculino–femenino, a las relaciones de oposición Mujer vs Hombre, o al hecho de convertir las reflexiones sobre género en un mecanismo exorcista y represivo.

A propósito de las afirmaciones de Barthes, el código fotográfico deja de ser mono-dependiente de esa  contigüidad entre imagen y realidad cuando precisamente su uso se orienta a establecer múltiples construcciones de lenguaje a través de recursos y mecanismos formales y conceptuales, cada uno de los cuales desata niveles operativos dispares en el espectador, y coloca el mensaje en lo que podríamos llamar un disloque de la información originaria o una incertidumbre de significación.  Paradójicamente, el discurso visual de género también se sustenta en una teoría de la mirada que echa por tierra la concepción epistemológica del arte como lenguaje, razón principal del logos masculino modernista y se apoya en mecanismos  que derivan del “instante” fotográfico.

Como formas del discurso de género se articula el uso conceptual de la condición tecnológica de la fotografía al tratarse de un modelo en el que se van construyendo y reconstruyendo al unísono, y en el proceso, la  práctica y la conciencia de género en tanto noción estandarizada y subvertida, así como la expresión de una subjetividad aprendida a través de la propia mediación tecnológica de la fotografía.

Usemos por ejemplo tres momentos claves y paradigmáticos en la trayectoria de la fotografía cubana hecha por mujeres para describir un proceso de articulación del discurso de género y sus niveles de diferenciación en la fotografía. Me refiero a las obras de María Eugenia Haya (Marucha) (1944-1991), Katia García Fayad y Marta María Pérez. Más allá del posicionamiento conceptual desde el cual suele deslizarse el código o valor artístico en cada una de ellas, todas se valen del resorte analógico entre realidad y representación propios de la fotografía el cual disponen, en virtud de sus discursos en órdenes y relaciones diferentes, una para afirmar este valor, la otra para subvertirlo y la tercera para trascenderlo.

En las fotografías de Marucha, por ejemplo sus series La peña de Sirique, 1970, En el Lyceum, 1979, En el salón El Mamoncillo, 1983 o incluso su fotomosaico Sin título, 1983[2], encontramos una postura culturológica, antropológica y etnográfica que indaga sobre particularidades culturales de diferentes escenarios populares cubanos. Retrata con fuerte impacto psicológico a parejas de ancianos bailando en antiguos Liceos, a músicos profesionales o amateur en sus peñas y clubes populares, a grupos de música tradicional o a grupos de bailadores, a adolescentes en la Escuela al Campo, a niños, jóvenes y familias, asimismo se acerca al ritual de las “quinceañeras”, o realiza “fotos de novia” a jóvenes casaderas.

Y es que Marucha participa de una corriente o tendencia que intentaba renovar el sentido épico de la vida cubana con el espacio y la vida cotidianas, con la gente común y donde su mirada anticipa un matiz de “subjetividad individual o grupal” que aportan al discurso “identitario” de la  nación cubana una perspectiva de género, raza y grupos sociales diferente aunque disuelta –no obstante- entre fuertes signos de una temporalidad históricas, colectiva, o comunitarias. Fotógrafas contemporáneas suya como Isabel Sierra, Mayra Martínez y Gilda Pérez retrataban igualmente a grupos provenientes de sectores culturales como la inmigración China en Cuba, sus festividades, atuendos, modos de vida, etc., a escolares, bailarines y personalidades artísticas, o a niños y mujeres pero estas entrañan un compromiso mayor con la noción de una identidad múltiple o diversa que con la mirada que produce un levantamiento de género.

Ellas, como Marucha, .se inscriben todavía en una tradición que afianza la relación de contigüidad imagen fotográfica-realidad, valiéndose -en consecuencia- de los recursos que el propio medio fotográfico oferta. Sin embargo, sería un error no reconocer en el componente psicológico de los retratos de mujeres hechos por Marucha la expresión de esa experiencia subjetiva tan cara a la socialización,  puesta en escena y realización del género. Y es ahí donde su expresión se torna singular y aportadora. Recordemos el donaire con que una señora  -abanico en mano- reserva su pareja de baile de la amenaza que puede representar la otra mujer ya cerca;[3] o aquella de sombrero, vestido y medias negras –muy mayor- que espera en la esquina mientras se le acerca aquella otra de vestido estampado y menos edad; o la que se retrata dejando ver una elegancia que se concentra en el abanico reclinado, el reloj pulsera y la blusa de mangas y cuello,  mientras al fondo (arriba) el retrato -o quizás adorno- de una mujercita de biscuit le acreditan años pasados de juventud, clase y belleza; o aquellas cuatro sentadas, una al lado de la otra, sumando años y esperando su turno que no llega allá en la fiesta.[4]

Como dije, aquí se evidencia una particular manera de socializar el género, acorde tanto a la “estática” de los recursos con que se les presenta, casi siempre “poses” correspondientes al modelo retrato (aún en los casos en que el retratado ha sido sorprendido por la instantánea), como a los conceptos que parecerían encarnar sus portadoras: la espera, la pasividad, la búsqueda de protección, la pérdida, la caída, o la muerte… enmarcados casi siempre dentro de una tipología de personajes y situaciones criollas. En este sentido la  “novia sentada con niña” (una novia negra vestida de blanco que se retrata con la niña (¿o es la niña quien se retrata junto a la novia?) cruza, aspiraciones, y deseos, miedos y desconfianzas, no parecería estar muy lejos de aquellas otras de Blez[5] o Del Valle Rico[6], e incluso de las realizadas por Corrales Las bodas del miliciano, 1960[7], donde curiosamente ella mira hacia abajo en el momento de la foto, o Incoherencia, 1982[8] en la que aparecen novia y novio sentados en un cuarto de baño.

Pero hay otro grupo de imágenes de Marucha en las cuales la mujer retratada es portadora de contenidos mucho más crípticos, donde la mujer aparece representada desde un presente y unas circunstancias mucho más suyas y menos impuestas por la vida. Y esas son para mí sus mejores fotos. Hablo por ejemplo de aquel retrato de la serie Marcha del Pueblo Combatiente, 1980 en la que una mujer con sus brazos abiertos y una banderita cubana resalta entre un grupo de hombres que la admiran o celebran; o el retrato La cantante Caridad Cuervo en su casa, 1987 donde -cerca de aquellas imágenes suyas de Caibarién realizadas junto a Mario García Joya (Mayito)-[9], se alternan lo histórico, lo cultural y lo social en la perspectiva individual y espacio-temporal Casa-Cuerpo-Mujer; o sus imágenes de En el Salón El Mamoncillo, 1983 donde la autora capta la naturaleza sensual e histriónica de más de una mujer; o aquel otro de la serie En la calle Muralla, 1986,  donde -quizás la pintora- sonríe con pena y sorna entre la cámara y el mural pintado en la pared.[10]

Si bien Marucha buscaba una imagen capaz de traducir vida, espíritu y atmósferas en la que se desenvolvían sus retratados, en ella la figura femenina, por extensión de su propia subjetividad individual, llegó a tener un peso trascendental. Si un método en la captación de realidades, logró concretarse en imágenes ese estuvo matizado por la gracilidad, la soltura, la gracia y el misterio de sus retratadas, las cuales constituyen además un mosaico de los aspectos relacionales (masculino y femenino) del género. Asimismo la tradición de la boda, los quince, los grandes salones, las circunstancias domésticas o cotidianas, vinieron a sumarse a las expresiones de una época acotando género y lenguaje fotográfico como el espacio donde se concretaron una performatividad y ritualidad muy significativas y que abrió puertas todavía poco exploradas por la crítica y la investigación en Cuba sobre las particularidades que nuestras prácticas culturales aportan a la Teoría de género predominantemente anglosajona.

Asimismo Marucha estableció una brecha que se ubica en el borderline entre la imagen encontrada y la imagen construida y que se desarrollará de una manera casi subterránea y poco visible a partir de ella en la fotografía cubana. Su impronta era de esperar si tenemos en cuenta, por una parte, que el ingreso de la Mujer en la construcción del relato histórico fue un hecho que se produjo a finales de la década del 60 y del cual desde el punto de vista generacional ella fue heredera y partícipe,  y por la otra, su intensa labor y aportes como investigadora y promotora de la fotografía en Cuba. Aun cuando mucho se conecta con los recursos comunicacionales con que otros autores abordaron planos similares de realidad, la mujer en ella no solo alcanzó un mayor grado de particularidad discursiva a tono con los métodos empleados, -el retrato y la instantánea- sino que supo captar una Mujer múltiple de tipo cultural que recala en el orden de la representación social de este grupo humano.

Su aporte a la evolución de la fotografía cubana y a la lógica de la diferenciación de género se explica desde las perspectivas de una “teoría de la mirada” que intenta “arrebatar las discusiones formales del arte al control de la teoría lingüística, para centrarlo en lo que de visual tiene una obra de arte, examinándola dentro del más extenso campo de la comunicación social”.[11]

Más allá de un acercamiento cronológico, difícil de discernir, trataré de hacer visible esta relación entre fotografía y discurso de género desde la genealogía del propio lenguaje fotográfico en sí mismo, allí donde este se desarticula o hace patente su correspondencia con la realidad. Haré entonces un salto temporal hacia la serie La Boda (1989) de Katia García, para después volver sobre otra rama de este frondoso árbol, la serie Para concebir (1987) de Marta María Pérez.

Katia García realiza un ensayo profundo e incisivo con La Boda. No por casualidad en esta serie se concretan dos perspectivas que habíamos visto de manera incipiente en las novias y quinceañeras de Marucha: un desarrollo a niveles superiores del punto de vista crítico y un punto de vista mucho más desarrollado del componente preformativo que ahora se nos presenta casi cinematográfico develando su propio devenir en sucesivas instantáneas, más que eso, en secuencias. Y es que dentro de la tradición del ensayo fotográfico ha tratado de conservar la lógica de la instantánea que otorga veracidad o credibilidad al documento y a su vez incursionar en un discurso narrativo que es conceptual, desconstructivo. Allí donde el canon del ensayo fotográfico selecciona, edita, hace más con menos,  incluso compartimenta, en virtud de una totalidad interrelacionada a partir del concepto o tema, el hilo conductor de Katia, la idea, se desata en “tomas” que se interconectan secuencialmente  hasta un final por demás abierto.

La novia, puesta al desnudo por Katia, (y no precisamente por Duchamp) establece lazos cuyas lías y nudos nunca dejan espacio al erotismo y la fantasía visual de la ceremonia tradicional. Deviene un calvario de pequeños sucesos que la autora pulsa con empeño moviéndonos de lo sublime a lo ridículo, de la risa a la congoja, y de la esperanza al dolor. Cada “cuadro” presenta la boda como opción, escape, o búsqueda de soluciones. Tanto el ritual de vestirse como los atuendos (la novia que se asea, se pinta las manos, se hace los rolos, se peina, entra en la saya paradera, se ahoga de calor, se mira ante el espejo) nos presentan su entorno, sus circunstancia, su familia, sus amigos y vecinos. Ventanas y puertas, luces naturales o artificiales sugieren escape, salida de aquel espacio pequeño, claustrofóbico, pobre, necesitado. Finalmente, vestida y desesperada, la novia sale a la calle, al carro elegante, al salón protocolar. Su mirada esquiva, ausente, poco o nada nos dice de su felicidad. Como algo que se construye -como el cake-maqueta de la primera “toma”- esta boda es seguramente la elección de otra precaria felicidad. Katia trata de legitimar lo innecesario o lo verdaderamente prescindible para, contrariamente, hablarnos de lo esencial. La agudeza de este trabajo  creo que ha sido tenida por menos a causa de la tenue cortina de humor sobre la que se tejen los contrastes en cada imagen, pero cuando se le mira en conjunto, como corresponde, las partes devienen  sinfonía total, concepto, concreción de algo a priori que la autora quiso comunicar: la boda como uno de los modelos con que en el día a día se cruzan género e identidad individual.

Y es que la noción de género no deberá ser vista como algo  preestablecido, aunque sí socialmente construido. Su deber ser se transforma en la dinámica social, en las representaciones de la cultura, y en su propia desconstrucción, evidenciando tanto lo que se presenta como lo que se oculta. Este es también principio básico en su serie La mujer sostiene la mitad del cielo, en el sentido de las representaciones de dentro de la dinámica social. Si para Foucault la productividad se presentaba como elemento clave de las relaciones sociales entre los sexos  y de ahí su idea de la “tecnología del sexo” como un conjunto de técnicas para maximizar la vida, las representaciones aquí asociadas recalan en el orden de esa distribución presentando aquellos espacios donde, en una división social del trabajo a ella le ha correspondido garantizar lo que parecería la parte básica, doméstica de la existencia.  Las mujeres sostienen la mitad del cielo dirige la mirada a esa “economía” informal  o “productividad” de género alternativa. Ahí están la maniquiuri, la jugadora de dominó, la pagadora de promesas, la seductora, y también la novia, y en su serie Procesiones, la vendedora de objetos religiosos, la niña-angelito, la beata, la sacristana, la que acompaña a la virgen, etc.

Pero hasta aquí hemos visto de un lado la correspondencia entre un modo de entender la fotografía por la vía de la imagen como documento que da fe, glorifica o evidencia diferentes niveles de realidad (Marucha) y una fotografía que se construye de manera intelectiva por analogía como equivalente o imagen contigua de la realidad pero evidenciando modelos de socialización y comportamiento de género. Veamos con Marta María Pérez un camino diferente. Y es que la capacidad evocadora de la fotografía en Marta María no corresponde al orden del análogo fotográfico barthiano (su autonomía estructural), sino a la inspiración constructiva que recala en el dominio de lo lingüístico con elementos aislados, separados,  de la lógica fotográfica aunque apropiados de ella. Con su serie Para Concebir, 1986, Marta desvió la dirección representacional desde el exterior, hacia el interior, a partir de elementos preformativos, referenciales e intertextuales y como trasgresión y reconstrucción del propio medio fotográfico En la quiebra de la estructura analógica tradicional del lenguaje fotográfico se ha producido una doble adecuación a su potencial lingüístico como texto cultural.

Para concebir nos presentaba el peligro de la madre ante lo maléfico y el resguardo contra él, no en una poética de connotaciones rituales afirmativas sino  en una especie de reinvención del ritual de representación de la maternidad y el parto como expectativa siempre traumática hacia la vida o hacia la muerte. Su foto 7:30 reflejaba toda la energía concentrada en el suceso, y la angustia de un devenir en el cual sanciones como No matar ni ver matar animalesTe nace ahogado con el cordón, etc., funcionaron como oposición al tabú tutelar pero también como dislocación de la mirada bio-esencialista de la feminidad. Asimismo en Recuerdos de nuestro Bebé, 1987, contraponía los signos y síntomas de ese desgarramiento dual que es el parto y la maternidad: sangre y leche materna, encajes y cicatrices, sueño y vigilia, en una evocación también cultural del nacimiento, mientras que en Cultos paralelos, 1989-1990, la artista retornaba sobre sus propios pasos en la búsqueda de una conexión menos antagónica con la tradición de la religiosidad popular y quizás un poco más alejada de la identidad de género. No obstante aún en este caso se sintetizaban conceptos como los de la Madre-Tierra y la Madre-Universal.

Estas obras de Marta María fueron el primer documento artístico que -quizás no de manera consciente pero sí evidente-, dieron cuenta de una contradicción cultural que se nos plantea frente al camino desarrollado hasta entonces por las teorías de género. Y es que estamos ante el cuerpo “otro” “femenino”, doblemente alternativo por heredero de una cultura ancestral, que tipifica el lado oscuro, inconsciente, no racional, al que se oponen los enunciados reivindicadores del discurso de la feminidad en la tradición occidental. Sin embargo tipifican en las representaciones de Marta María uno de los puntos de vista más radicales y articuladores de esa alteridad.

Es esa mirada desde la experiencia individual y cultural al mismo tiempo la que le permite un reordenamiento no solo de los parámetros de género sino también de los parámetros fotográficos.  ¿Cómo romper con las representaciones tradicionales ritual afrocubano en la fotografía  y llegar a la concreción visual de una parte del componente filosófico de dichas prácticas? Negar lo fotográfico conteniéndolo fue quizás el recurso mejor esgrimido. Por qué, si no, una artista como Marta con una formación dentro de los lenguajes tradicionales de las Artes Plásticas y con experiencias en otros medios acude al ritual fotográfico. La fotografía ha devenido en su caso un medio importante no solo para expresar de manera diferenciada nuevos contenidos como pudo haber sido en un momento sus reflexiones en torno al cuerpo femenino, la madre, la maternidad sino también un medio muy dúctil y todavía poco explorado –si se le compara con otros ya tradicionales- para transformarlo en la búsqueda de esa expresión renovada.

Sin embargo hay una diferencia substancial entre esta fotografía analógica, aunque “construida” de Marta y la que encontraremos por ejemplo en una artista como Lidzie Alvisa quien también habilitó en su instalación fotográfica 9 meses, 1995-96, un ejercicio introspectivo sobre su condición de madre. Recuerdos de nuestro bebé de Marta y 9 meses de Lidzie transitan por la noción del álbum de recuerdos familiares desde la opción de una subjetividad manifiesta, opuesta a lo racional, ubicada en esa experiencia irrepetible, única, transformadora, que es gestar y dar a luz un hijo. Corporeizar en imágenes y símbolos sus experiencias de género, sexualidad, y crianza materna, parece la única forma posible de evitar que pierdan su nitidez, se contaminen entre recuerdos sensaciones y experiencias demasiado intensas y fugaces. Compartirlas, fue una manera de integrarlas a la experiencia colectiva y validarlas en su potencial trascendente. El parto ocupa en la  perspectiva femenina el lugar de una dimensión heroica.  Si bien la cultura occidental reserva espacio de reconocimiento y congratulación a la Madre, y en toda la tradición del arte femenino y feminista este es un tema constante, el deseo de expresión que tal suceso conlleva trasciende, por su naturaleza en sí misma inabarcable, la propia dimensión racional del ser. La mujer desea, quiere hacer pública esa experiencia en extremo ilimitada, desde los cambios físicos, metabólicos y psicológicos hasta su participación, presencia y aceptación en el espacio social[12].

Esa conexión entre lo personal y lo colectivo es remarcada cuando  años más tarde Lidzie incorpora también a su hija Alicia a un performance donde ella y otras niñas maquillan –torturan- durante horas a la madre. El performance, que nos llega por la vía fotográfica, recala también en el punto de unión entre el sacrificio y el placer, la ternura y el dolor, el deseo de dar y la satisfacción de que te quiten, pero aporta un uso de lo fotográfico mucho más accidental y azaroso por tratarse de documentar una experiencia de vida, tal y como habíamos visto en su instalación 9 meses.

Como Marta, Lidzie construye una memoria colectiva, en tanto que individual, de identidad de sexo y género. Sin embargo no dejan de ser dos versiones de la subjetividad femenina que apuntan a la diferencia como pathos individual y cultural.  De cualquier modo cuando se habla de identidad, siempre se recurre a la memoria y en este caso la relación de ambas artistas en la fotografía no es casual. No solo por su capacidad para legar lo que ha sido y es, sino también por su poder para estandarizar imágenes, construir estereotipos, o apropiarse y reproducir íconos. Si se trata de validar posibilidades en el terreno de lo autobiográfico, de propiciar un trance sin profundas mediaciones retóricas entre lo individual y lo simbólico, donde lo femenino ocupe un lugar preponderante, el intento puede sembrar cierta desconfianza con respecto a la capacidad real de potenciar la propia experiencia en el lenguaje del arte. Pero es que el puente, nexo o mediación entre discurso y lenguaje a través de lo fotográfico es cada vez más estrecho y al mismo tiempo de una mayor disponibilidad. Puesto que la fotografía ha transitado muchas posibles variantes ha hecho también mucho más democrático y menos complejo su arsenal de conocimiento compartido.

Lidzie juega con esa condición cuando incorpora el recurso performático, actoral y usa su imagen impresa como memoria.  O cuando incrusta alfileres a su cuerpo, con una intención casi canónica, y se acerca a la tradición cristiana del dolor como camino inevitable hacia la realización del ser. No se preocupa demasiado por repetir ciertos estándares de representación pues lo que interesa es qué se dice mientras que el cómo es solo una opción entre miles. Entonces el dolor deviene uno de los atributos más notables desde los cuales se interceptan género, cuerpo y  fotografía en su obra, de ahí que en el uso reiterado y variado de los alfileres podamos encontrar referencias tanto a la causa como a la solución del problema: ¿autoterapia?, ¿homeopatía? … Como en Dante se encontraron culpa y castigo; el castigo puede devenir fuente también de equilibrio, compensación, y hasta formulación visual del problema.

Hay dos extremos en los cuales la fotografía también puede transitar por el cuerpo en variantes bien diferentes, me refiero a las obras de Niurka Barroso y de Tania Bruguera cuyas perspectivas también derivan del dolor aunque por caminos totalmente opuestos. Tres ensayos fotográficos memorables –aunque muchas veces ignorados- de Niurka  Barroso, como Génesis, ca. 1998[13]En mi propia guerra, ca.. 1999, y Mabel sin barreras, ca. 2000, y Hippies, —-. nos muestran un universo humano complejo. Nuevamente el nacimiento pero ahora desde la perspectiva médica y hasta científica, más que emocional humana ó afectiva. La connotación fría del salón de operaciones, con sus pinzas, sus luces y la mujer sometida a la cesárea para finalmente ver nacer su hijo. La enfermedad infantil, el dolor familiar y/ social y la esperanza de vida. Las malformaciones congénitas, la lucha contra la desventura y las inmensas ganas de vida con que la infancia puede enfrentar el infortunio. La subcultura hippie relegada al plano de la conducta marginalSe trata de una producción temática poco frecuente entre nosotros por delicada, sensible, traumática o evasiva que aporta contenidos de fuertes implicaciones para la mujer y la sociedad. Sin embargo son series que tienen líneas de desarrollo bien diferentes aun cuando se interconectan entre sí en el punto de vista de la objetividad no tamizada y poco fotogénico de lo real.

De otra parte la obra “fotográfica” de Tania Bruguera deriva de su actividad como artista plástica, al remitirnos con sus  instalaciones y performances a un estado mental, a las captaciones de un fluir, que es para ella el  modo en que transcurre la experiencia, el conocimiento y lo cotidiano. Busca y consigue abarcar lo esencial de procesos con los cuales se involucra, pero ellos no suelen ser identificados o definidos con facilidad. Explora en resortes sugestivos que articula en el nivel visual  por la vía de la temporalidad y del enunciado aparentemente familiar, reconocible, pero nunca explícito. Tania acostada sobre un bote;  sacrificada con un corazón entre las manos; comiendo tierra; cubierta por la piel desollada de un animal; amenazada; transfigurada, nos llega a través de la fotografía que es en este caso documentación de otro estado, un ritual simbólico de purificación en el que se unen lo personal y lo social. Indaga en concreciones y malformaciones mucho más mitológicas y no por ello meno reales pero cercanas al plano de la ideología, de lo existencial, aunque igual de lo humano. Sin embargo, aunque incluida aquí por el uso del soporte fotográfico, no creo que su obra se conecte de manera directa con una particular mirada de género sino a través de su propio cuerpo que se ofrece –literalmente- en sacrificio como portador de múltiples resonancias históricas, sociales, y humanas. Entonces, y he aquí su real pertinencia, hay de nuevo un ser humano sexuado, una Mujer, ocupando el todo, la totalidad, el universo de las experiencias.

Esta interconexión social y plástica por la que –como vemos- transita la fotografía es también reconocible en una artista como Yalili Mora quien junto a su compañero Daniel Rivero, nos remite no a las tradicionales lecturas de género que envician y conectan la cartografía sexo-género con los polos de oposición casa/entorno exterior, sino a la unidad natural de ese doble espacio único. Ellos han realizado fotografías de la vida doméstica que luego imprimen con sangre por un método serigráfico. Apuntes privados, 2002,  que así se llama la serie, nos habla de la sangre en el sentido universal y no como flujo menstrual, sin embargo, el uso de este material humano neutraliza aquel otro principio originario según el cual -y en exclusivo- el semen devenía el elemento creador. Pero volviendo a esa unidad dialógica de la materia en el ser, aquí se habla de reafirmación de la familia nuclear, parental y hasta patriarcal, que se esconde tras el ideologema de la complementariedad Hombre-Mujer.

Apuntes privados es el continuo de una existencia. Se trata de la  visión íntima de los miembros de una familia, la que han creado Yalili, Daniel y su hija Laura en la que el arte no sólo ocupa un lugar importante de entendimiento y comunicación sino que funge como materia de vida, recurso con el que se construye una existencia. Imágenes fotográficas, documentales e íntimas, concebidas digitalmente e impresas con el material de la vida, a las que se les superpone, como en un laboratorio, un cristal protector con incisiones de textos alusivos a realidades cotidianas y poéticas.. Simples escenas de silencio y cotidianidad y notas apenas visibles sobre la frágil transparencia del cristal remiten al diario acontecer, al sacrificio, al desvelo, los sueños y la impostergable realidad. Esta perspectiva es deudora y portadora de elementos que hoy ponen a riesgo la bien ganada autonomía expresiva de la fotografía. Si de un lado estamos asistiendo a la intensidad con que un medio como el fotográfico se ha apropiado de la escena artística internacional, con la anuencia de otros que le han sucedido en el devenir tecnológico, del otro y paralelamente, estamos ante  un grado casi extremos de relocalización de sus funciones como recurso mediador y no como fin en sí mismo.

Ese uso mediado de la imagen tecnológica que es la fotografía lo encontramos también en artistas como Sandra Ramos, procedimiento que es común tanto en su obra pictórica, sus grabados e instalaciones como allí donde lo fotográfico toma cuerpo de manera casi autónoma o predominante a través de la representación digital, creando diferentes niveles de construcción del “hipertexto visual”. Su serie Lecciones oscuras, 2004-2005recrea escenas que nos hablan de la soledad, el aislamiento y el temor frente a la intrascendencia y el olvido. El narrador omnisciente –en este caso el alter ego de la niña– nos introduce, a través de soluciones de carácter fotográfico, en historias que parodian o recuerdan textos clásicos de la literatura infantil y juvenil como Robinson CrusoeLos viajes de GulliverAlicia en el país de las maravillas, ó Veinte mil leguas de viaje submarino mientras conviven con citas históricas, literarias o gráficas de carácter nacional como versos de José Martí o Virgilio Piñera, o personajes como Liborio (Torriente), El Bobo (Abela) ó El Loquito (Nuez), todo ello en una interpretación contemporánea de sus circunstancias.

Desde un punto de vista visual se ha logrado una relación intertextual de complemento entre imágenes que provienen del grabado y aquellas que tienen curso en lo fotográfico. Este método retoma el collage vanguardista de Max Ernst en las apropiaciones de imágenes anónimas para reciclarlas y devolverlas -por partida doble- en el tiempo, y hace confluir en un mismo nivel de equilibrio a la literatura, el grabado, la fotografía, y el arte digital. De resultas Sandra se aleja tanto de una perspectiva de género en el sentido ortodoxo como de la condición de fotógrafa tradicional. No capta el momento breve y fugaz en el sentido de la instantánea; no documenta acciones, estereotipos o circunstancias; si acaso muestra imágenes fotográficas captadas o apropiadas que funcionan como paisajes de fondo, como susurro de una ciudad o del mar, y a ellos superpone acciones, personajes y situaciones también rescatadas antes que captadas. Sin embargo tampoco podremos excluir estas imágenes de “la fotografía” y de “lo fotográfico”, como quiera que ello constituye tanto un momento del procedimiento  como soporte o resultado final. En esa misma dirección sabemos cuan comprometida ha estado toda la obra de Sandra con hurgar en la memoria y la subjetividad individual y cuanto de ella misma –tantas veces representadas- hay en esta niña pionera. Cuerpo y rostro incongruentes: niña con cuerpo de mujer adulta, o rostro de mayor edad que la que el cuerpo dibuja. Es el cuerpo de una subjetividad que resiste y representa contradicciones personales e históricas. Sandra parece llamar la atención sobre ello “mostrándose” a sí misma en una realidad “fotográfica” “construida” y matizada por sus vivencias de mujer.

Esta tangencialidad en el uso de la fotografía es mucho más críptica en el caso de mujeres pintoras que alternan fotografía y pintura en el procedimiento de trabajo, o que han devenido “fotógrafas” en una extraña relación de extrañamiento entre un medio y otro y con el espectador. Me refiero a Gertrudis Rivalta y Aimée García.  La referencia al negativo y la imagen le permiten a Gertrudis hablar de los procesos por los que transcurre la realidad hasta su realización como imagen, en este caso la propuesta se encamina a develar los mecanismos “naturales” de selección de lo fotográfico, antes que su concreción final. Sabemos que la imagen fotográfica esconde la dimensión real del suceso, al captar solo el instante, de ahí que le funcione cual punto de partida para cuestionarse los aspectos más polémicos y ocultos de dicha realidad, en este caso, nociones sobre la identidad cubana desde la perspectiva de género, raza y grupo social, replanteándose y cuestionando ciertos clisés perceptivos.

En este sentido resultaron significativas sus obras sobre las fotografías cubanas de Walker Evans en una actitud que se imponía en contra de la representación por “otros” de un “otro” así como la manera en que ese “otro” se representa a sí mismo: negros, mestizos, pobres, mujeres, prostitutas, vagabundos, marginales, en fin, seres periféricos en extraña relación con los poderes económicos, políticos y sociales, y sometidos a pertenecer a los estratos más bajos de la sociedad mientras reproducen modelos simbólicos de naturaleza marginal para conformar el cuerpo de una cubanía típica, exótica y un deber ser (negativo) de la nacionalidad. Títulos como Mulata tropical, 1996 Doble 9, 1997, resultaban apropiaciones del Evans de los años treinta y su visión de lo cubano mientras La querida, 1997; Bang Bang, 1997 y All over me, 1998, provenían del archivo fotográfico familiar.

En un sentido inverso ese estado de ambigüedades aparece también en las obras de Aimée García cuando encontramos en un mismo soporte referencias reales o procesuales entre fotografía y pintura. La obra “fotográfica” de Aimée no ha sido suficientemente atendida en lo que respecta a sus aspectos polémicos. Sus primeros trabajos en esta dirección seguían la reconstrucción de mitos históricos y el juego realidad-representación que habían caracterizado buena parte de su pintura, así como su interés en  el autorretrato.  Es el caso de El vueloLa colecta y Aimée como Penélope I y II, todas del 1997, En El vuelo, el cuerpo acostado y fotografiado de la artista se secciona en tres partes y de él penden sus propios cabellos tomados de la cabeza rapada de la artista; para La colecta Aimée posa -junto a un modelo masculino- cual versión juguetona de Sansón y Dalila donde los pelos de aquel compensarían su calvicie.; mientras que en el Aimée como Penélope I y II, la artista se fotografía tejiendo o cociendo sus propios atuendos, junto a las versiones pictóricas de ella misma. Pero ese ejercicio se volvía confrontación y complemento en una obra como La Duda, 1998, en la que pintura y fotografía conforman un tríptico sobre el replanteo del ser como identidad incompleta que se re-estructura psicológica y sexualmente en el ser amado. Mientras que en AtributosCóncavoContorsión y Juego, todas del 2004, se refuerza el artificio al incorporar el componente pictórico a una fotografía. Aimée construye máscaras-rostros de madera calada y pintada y las coloca a sus modelos junto a objetos reales. Con ello pone en entredicho los valores intrínsecos de veracidad del medio fotográfico, en tanto que esa misma máscara pictórica  mediatiza el efecto de lo fotográfico al enrarecer y trastocar la naturaleza visual fotográfica en pictórica y viceversa. La rareza de estas máscaras asexuadas -pintadas y fotografiadas-, perturba tanto a una lectura estereotipada de género como  al canon de la fotografía digital expedita, directa. Con el tiempo y la experimentación han devenido fotografías de objetos que dialogan sobre lo humano.  Y de aquí deriva un modelo interpretativo que subvierte las determinaciones tecnológicas de la fotografía digital cuando articula una “mirada” o discurso dentro del modelo analógico o el discurso post-conceptual, tal y como llegó a ocurrir antes con la fotografía analógica-construida.

Para volver al terreno de aquellos artistas que se han dado a conocer con exclusividad dentro de la fotografía, veremos en las producciones de Liudmila Velazco y su compañero Nelson Ramírez de Arellano, un camino que se concreta en la acción de documentar que nos lleva a su propia negación. De hecho sus obras no encajaban en el contexto fotográfico cubano en el que se dieron a conocer, el cual enfatizaba, aun en los casos más radicales, lo fotográfico. Ellos  entraron en un orden diferente de relaciones que para mí corresponde a la estética de los nuevos medios tecnológicos, aunque más en su concepción que por su concreción objetual. Las obras realizadas de manera independiente por Liudmila por ejemplo, se fundamentan en un criterio preformativo, que suplanta con la instantánea lo que podría hacer con la cámara de video. Pero no nos llamemos a engaño. Si no se acude a otros medio es porque se quiere esgrimir una aparente falta de estructuración frente a los convencionalismos del fotográfico. La foto tiende a lo tautológico, sí…; a la propia ontología fotográfica pero desde esa anorexia del significante donde la autora connota su  propio cuerpo como puente o trance de significaciones. Isla, 2002, documentaba sus pasos sobre la arena; Horizonte, 2002, es el encuentro de la imagen consigo misma en una doble confrontación o simetría; mientras que Embarazo utópio, 2003-2004 se concibe como mirada y puesta en escena de la fantasía de ser mamá.  Así lo acreditaron también experiencias como Blanco, 2002, en la que Liudmila se paseaba por las calles de La Habana con el rostro cubierto por una tela de este color, mientras Nelson documentaba, cámara en mano, cuanto sucedía a su paso. Y aunque estas series se apartaron de ese valor relativo al cuerpo femenino individual para hacerlo si no más social al menos integrado al entorno natural o cultural, sí refuerzan aquella parte de la investigación en la que el “documento” objeta, a través de construcciones analógicas, su condición de “doble” de la realidad, Es el caso de la serie Absolut Revolution, 2002-2003, donde el icono de la torre de la Plaza de la Revolución se convierte en fuente de inspiración para recrear o parodiar desde la performatividad álbumes de recuerdos familiares y sociales, o conocidas obras de arte (Sin título –1ro de mayo-, y  Almuerzo sobre la hierba). Pero la apoteosis en esta dirección se produce con la introducción –analógica- de elementos que parecieran creados desde la tecnología digital, ya fuere para ensalzar la propia imagen de la torre (Sin título –Absolut Revolution-),  ya para reubicar lo nacional en la dimensión de una historia y un legado universales, (Diario de viaje), ya para convertirlo en celebración dionisíaca de su propia trascendencia fálica (Absolut Revolution Environment).  No cabe dudas de que se ha producido entre estos artistas el encuentro de dos modelos emblemáticos de representación: tierra-arena-agua-maternidad/femeninas y torre-falo-semen- fundación/masculinos que enlazan niveles diferentes de realidad y ritualizan las conexiones de la imagen con los modelos reales desde los cuales se construye.

Esta es la situación que se nos presenta cuando analizamos la exposición Sueños húmedos, 2003 de Cirenaica Moreira. con su referente en la realidad de las quinceañeras. Cirenaica aporta a la tradición de “quinceañeras” de la plástica y la fotografía cubanas[14],  un nuevo límite o punto cero de reconocimiento entre realidad y representación lo cual además de ser un problema del orden de la ontología fotográfica, también lo es de las construcciones de género. Más que la desmedida y cada vez más deslumbrante celebración, a la cual la artista hace un guiño cómplice en la realización performática de su propia “fiesta de quince”, sus fotografías devienen una parodia de la construcción social del deseo y la fantasía. Cirenaica reproduce con armonía, elegancia y refinamiento intelectual el deseo quimérico de muchas generaciones de quinceañeras cubanas en la copia de estereotipos y paradigmas de género de la cultura occidental y el deseo de trascenderse a sí mismas en otros espacios y cuerpos. La Marilyn, la quinceañera a los años 50, la de tradición española, la Odalisca, la Cautiva, la modelo otoñal aparentemente salida de las páginas de La Mujer Soviética, o aquella otra de la casa de modas occidental, encarnadas por la actriz-fotógrafa, son -no obstante- contenidas (y para bien) en la expresión del referente de erotismo y agresividad sexual con que hoy se construyen estos modelos.

Quizás por ello regresa en su serie “con el empeine al revés”, 2003-2006 a esa relación personal con objetos y atributos que ya habíamos visto en series y exposiciones como Lobotomía, 1996 y Metálica, 1999, pero que aquí se enrarecen bajo el efecto del disfraz, el color y la impresión digitales. Y es que la artista no ha abandonado nunca su interés por el atuendo. Ropa interior, vestidos, corazas, paños, amarras, guantes, postizos, gorros, parecen ahora menos agresivos con el tenue rosa del color, pero al mismo tiempo más melancólicos. La artista regresa a ese intimismo desolador con que nos hablaba del ser y sus máscaras, mientras que el rostro de la performer vuelve a la oscuridad, se oculta, mientras su cuerpo transcurre por poses  y actitudes cada vez más estudiadas.

Género, performance y tecnología digital vuelven en Cirenaica al curso del soporte fotográfico mientras otros espacios de transferibilidad tienen lugar en la obra de Glenda León quien  asume el tratamiento y la perspectiva fotográfica desde la conciencia de transferibilidad de un medio a otro, propia de los nuevos medios tecnológicos Se trata de una temporalidad derivada en la obra que va más allá del tiempo físico de existencia y duración puesto que ella existe siendo forma digital cosificada. En este sentido su propuesta funciona como eslabón entre un tipo de estética digital y mediática y que tiende a lo transitorio que se compromete en la estática, y y en la cual la fotografía es elemento esencial, mediador y complementario a la vez.

A través del uso de la fotografía digital, la instalación fotográfica y el video, Glenda manifiesta un ejercicio de simulaciones, extrapolaciones y mímesis de un medio a otro, de un estado a otro. Hay en la obra uso del encuadre fotográfico, de los modelos de representación histriónicos propios de la performatividad y el video, del simulacro de representación de una pintura en el video, de una fotografía como pintura o de un performance como video…, todos ellos cruzados. Lo que los unifica es una metodología que tiende al detalle, a la sublimación de lo intrascendente y del valor de la belleza cotidiana. Sus primeras incursiones en el video trataban de mostrar una manera rudimentaria de engarzar imágenes que se correspondía con el hecho que intentaban narrar, el título Suspensión, 2000, mostraba a la artista elevándose o subiendo una escalera sin apenas tocar los peldaños sus peldaños, sin embargo cada intervalo era en sí mismo un momento que nos remitía a una foto. En sentido similar Cada respiro, 2003, remedaba un paisaje con flores que alejándose en zoom out permitía ver la imagen casi fotográfica de una mujer acostada sobre la hierba, mientras que en un sentido inverso los fotogramas que conformaron el video Destino, 2003, tampoco se alejan del instante decisivo en la foto. Fotografías digitales como Deshielo, 2000, (una mesa de cristal con un cubo de hielo que se derrite poco a poco) Entre el aire y los sueños, 2003 (fotografías de nubes tomadas desde diferentes ciudades del mundo formando un mapamundi) o Hecho de estrellas, 2003 (lunares ubicados exactamente en la misma posición que ocupan las estrella en el firmamento), terminan por hacer de lo fotográfico un procedimiento más que referencial autónomo por excelencia.

Una situación estética similar es la que construye la artista Mabel Llevat en su reciente exposición  Parque Almendares, 2007. A través de la construcción, uso y fotografiado de maquetas la artista se desliga del referente directo con la realidad y de valores del tipo “instante decisivo”, “apariencia real” o “temporalidad”. El uso de la maqueta le ha permitido además reforzar la indefinición de los espacios, los que son de algún modo reconocibles pero alterados en su perspectiva real y en sus relaciones espaciales. Encuadres, enfoques y perspectivas alteradas o arbitrarias refuerzan el carácter de lo construido y la precariedad de lo representado para incursionar en la creación de clisés cercanos a lo escenográfico, el atrezzo, lo teatral, o la idea del juego infantil que se realiza con personajes o “cuquitas” de papel. Los títulos también hacen alusión a esta no-realidad o realidad “construida”. Remiten al procedimiento analógico aunque elaborado con que se construye el enmaquetado al tiempo que contradice la impresión digital final. Otra forma de reforzar las diferentes maneras de hacer es con la realización de impresiones analógicas en blanco y negro. Desde el punto de vista temático todas asumen ciertos clichés turísticos, políticos, y globales en particular la idea del Parque como residuo arqueológico, como fragmento detenido en el tiempo.

Mabel,  que había transitado por un imaginario mucho más retratístico y en algún sentido autobiográfico o suerte de heterónimo desde su propia imagen, ofrece aquí un elemento importante de ruptura con una fotografía “construida” asociada a una necesidad diferente de comunicación y en última instancia al despliegue de una artesanalidad y una manufactura sintomática a la hora de relacionarla con los discursos de género.

La relación entre mujer, género y fotografía no deja de ser compleja y controvertida, sin embargo, ha permitido sacar a la luz aspectos que conforman una genealogía, un desarrollo en torno tanto a la expresión individualizada y socializada de una subjetividad femenina, a sus modelos de existencia y realización así como a sus variantes críticas y de subversión, las cuales han logrado no solo apropiarse de lo fotográfico sino y lo que es más importante transformarlo.

Citas:
[1] Roland Barthes. La cámara lúcida. Gustavo Gili  S.A., Barcelona, 1981.
[2] Premio Revolución y Cultura, I Bienal de La Habana, Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, 1984.
[3] Cuba: A view from inside. Cener for Cuban Studies. NY, 1985, p. 23.
[4] La Diane Havanaise ou La rumba s´apelle Chano. Mayito et Marucha. Editions José Martí, La Habana, p. 30.
[5] Joaquín Blez. Sin título, 1920, Col. Fototeca de Cuba. Dannys Montes de Oca Moreda. Dayamick Cisneros Rodríguez. Labores Domésticas. Versiones para otra historia de la visualidad en Cuba. Género, raza y grupos sociales. Ediciones UNION, La Habana, 2003, p. 122.
[6] Del Valle Rico. Novia. La Habana. 1930. Cuba 100 años de Fotografía. Antología de la Fotografía Cubana, 1888-1998, Mestizo,A.C./ Fototeca de Cuba, segunda edición, 1998, p. 80.
[7] Raúl Corrales. Las bodas del miliciano, ca. 1960 en: Cuba la fotografía de los años 60, La Habana, Colección Calibán 1988, p. 47.
[8] Raúl Corrales. Incoherencia, 1982. en: Cuba. Dos épocas. Raúl Corrales. Constantino Arias. Fondo de Cultura Económica. México, 1987. p. 59.
[9] Exposición  Homenaje a Caibarién. Abigaíl García, María Eugenia Haya, Mario García Joya. Galería Leopoldo Romañach, Caibarién, 1983.
[10] Para ver estas obras consúltese: Marucha. (María Eugeneia Haya). Calendario 1988, Center for Cuban Studies, NY, 1988.
[11] Margaret Olin. Critical Terms for Art History. Referido por  Teresa de Lauretis en: “Debate Feminista” Año 8, Vol. 16, octubre de 1997, México.
[12] Dannys Montes de Oca Moreda. “Lidzie Alvisa”.  El individuo y su memoria. Sexta Bienal de La Habana. Centro de Arte Contemporáneo “Wifredo Lam”, La Habana, mayo – junio, 1997.  p. 83.
[13] Premio de Ensayo Fotográfico, Casa de las Américas, 1988.
[14] Esta tradición la han ido modelando artistas cubanos como Julio Larraz, César Trasobares, María Eugenia Haya (Marucha), Katia García, y Cirenaica Moreira.
Notas:
Publicado originalmente en https://dannysmontesdeoca.wordpress.com/textos/fotografas-contemporaneas-cubanas/
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Sobre la autora:
Dannys Montes de Oca (Matanzas, 1967). Directora del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam y de la Bienal de La Habana. Crítica, investigadora y curadora de arte. Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de La Habana (1984-1989). Vicepresidenta de la Sección Cuba de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA) y de la Sección de Críticos y Curadores de la UNEAC. Obtuvo el Premio de Curaduría en el 1er Salón Nacional de Arte Cubano Contemporáneo, 1995; Premio Crítica de Arte “Marcelo Pogolotti”, 1998 y Premio Crítica de Arte “Guy Pérez Cisneros”, 1998 y 2001. Fue becaria del Hunter College, CUNY, 1997; Ludwig Forum-InternationaleKunst, Aachen, 1998 y National Council for the Arts, Ontario, Canadá, 2003. Ha sido conferencista invitada de Queens University (Canadá, 2004, 2006, 2009 y 2011), del Consorcio de Estudios Latinoamericanos y Caribeños (Duke University-University of NC, Chapel Hill, North Caroline, 2012) y de Wishita State University (Kansas, 2014). Fue coautora de los libros Memoria: Cuban Art of the 20th Century (2002), Labores Domésticas. Género, Raza y Grupos Sociales en Cuba (2004) y José A. Figueroa. Un autorretrato cubano (2009). Es miembro del Consejo Editorial de la Revista Arte Cubano (La Habana), del Consejo Asesor de Art Public (Toronto) y del Proyecto Internacional Cosmopolitanismo y Descolonización (Kingston, Canadá).
Imágenes destacadas en el artículo:
Marta María Pérez Bravo. No zozobra la barca de la vida, 1995. Impresión en plata sobre gelatina. © Marta María Pérez Bravo. Cortesía de la artista.