Gerardo Mosquera / La Habana.

Ella y su arte eran una sola pieza. Se trata de uno de los casos en que la creación artística ha estado más vinculada con la existencia individual. Su arte fue un rito compensatorio de su escisión personal, una solución imaginaria a su ansia imposible de afirmación mediante el regreso, a la vez en términos étnicos, freudianos, sociales y políticos. A los doce años, Ana fue enviada por sus padres a Estados Unidos, acompañada solamente por su hermana, un poco mayor. Allí fueron atendidas en escuelas y en adopción temporal. El desgaje, la sensación de pérdida, la adaptación forzosa a un nuevo medio cultural y lingüístico, la marcaron para siempre, Nunca superó los traumas, al extremo de llegar a decir que sólo tenía dos opciones: ser una criminal o una artista. Si examinamos la trayectoria de su trabajo, vemos que el arte fue para Ana un medio de compensar su desgarramiento interior, de sublimar una obsesión.

Ella describió su obra como una vuelta al seno materno. Consiste en un único gesto: incorporarse al medio natural, fundirse con él en un acto místico. Es una larga metáfora del regreso a lo primario, construida desde su propia sed individual de retorno, su “sed de ser”, como dijo ella misma. Pero también es una experiencia trascendental, una hierofanía íntima. Esta religiosidad “primitiva” en la práctica del arte, basada en la reactivación dentro de éste de acervos tradicionales de América Latina, hermanan su práctica con la de Juan Francisco Elso. Ambas obras consistían en un ritualismo que era a la vez real y simbólico. No es que en ellos el arte volviera a la religión, sino lo opuesto: la religión regresaba al arte. Quiero decir que éste no pasaba a desempeñar funciones ancilares de la religión: se apropiaba de prácticas religiosas parafines artísticos ampliados hacia lo religioso.

El trabajo de Ana se afiliaba al earth art, pero un rasgo la distinguía de la ejecución habitual de esa tendencia. Por lo común, en el earth art se proclama la materia natural desplazándola de su contexto de origen para jerarquizarla en otro diverso o introduciendo cambios sugerentes en el propio medio natural, casi siempre en gran escala. Es la tierra puesta en función de la voluntad del ser humano. En Ana hay una actitud más modesta: es el ser humano quien va hacia la tierra, quien se integra al medio natural. No para violentarlo, sino en procura de una fusión íntima. No busca transformar sino participar.

Estamos ante un arte ecológico en el completo sentido de la denominación. Entre la naturaleza y las siluetas que Ana le añadía como señales de su propio cuerpo no se produce con tradición alguna. Se trata de “una colaboración entre la artista y la naturaleza”, como ha observado Judith Wilson, dado el carácter activo de la unión: Ana intervenía sobre el medio y éste iba transformando después sus intervenciones. Una simbiosis entre mujer y paisaje.

Ella comenzó integrando su propio cuerpo, físicamente, a obras tipo body art y performance. Después pasó a usar la representación de aquél y las obras fueron calificadas de earth body art, por su fusión de ambos. El trabajo con la tierra permanecía tan personalizado que Luis Camnitzer habla de “autorretratos”. Pero las “obras” -en su acepción de resultado visible- revisten menor importancia que sus procesos, debido a que éstos determinan la semiosis y aún prosiguen después de terminada la “pieza”, en su devenir dentro del medio ambiente. El arte de Ana es ante todo una ceremonia íntima con la naturaleza, cargada de implicaciones topológicas.

La mayor parte de su producción fue hecha en lugares apartados y con carácter efímero. Ella exhibía sólo la documentación fotográfica, que es lo que aquí se presenta. Las fotos eran el eslabón para comunicar al público su liturgia místico-artística. Pero William Zimmer ha hecho una observación interesante.

Según él, la obra de Ana implica la fotografía, pues este medio da un sentido contemporáneo a lo que de otro modo permanecería demasiado próximo a lo “primitivo”, como si estuviera volviendo a hacer “genuino arte neolítico”.

El señalamiento es elocuente, además, respecto a lo que Camnitzer ha llamado el arte spanglish de Ana, fruto de su sentirse “entre dos culturas”. Su obra mezcló procedimientos y poéticas usuales en Nueva York en la época con una espiritualidad latinoamericana sentida culturalmente, para resolver su propia escisión personal. Más que una suerte de unión de feminismo, earth art, body art, performance y “primitivismo”, su trabajo fue una vida-arte. Su expresión sobrepasa el simbolismo de signo físico, llenándose de implicaciones vivenciales y de cultura. Queda además como una imagen general del drama de la ruptura cultural y la voluntad de trascenderla.

Ana se usó a sí misma como una metáfora. Y hasta su muerte trágica -es de mal gusto decirlo- pareció completar el ciclo de una lógica escalofriante: su última obra. Como signo de la imposibilidad del regreso, la silueta final quedó sobre el cemento de Nueva York, volviendo a sus primeros performances con la muerte y la sangre. Alguien en Cuba ha comentado que el arte fuertemente religioso de Ana y Elso insistía en una entrega ceremonial del cuerpo y “¡Con eso no se juega!”. Sus ejemplos sugieren en la conciencia popular, un nuevo sentido trascendente para el arte.

Notas:
Este artículo fue tomado del sitio web Performancelogía. Todo sobre arte de performance y performancistas.
Cada artículo expresa exclusivamente las opiniones, declaraciones y acercamientos de sus autores y es responsabilidad de los mismos. Los artículos pueden ser reproducidos total o parcialmente citando la fuente y sus autores.
Sobre el autor:
Gerardo Mosquera (La Habana, 1945). Crítico, curador e historiador de arte independiente. Asesor de la Academia de Bellas Artes del Estado de Holanda. Miembro de los consejos de varias revistas y centros de arte internacionales. Fundador de la Bienal de La Habana. Ha sido curador del New Museum of Contemporary Art, Nueva York. Director artístico del Festival Internacional de Fotografía “PHotoEspaña”, en Madrid, en las ediciones de 2011, 2012 y 2013. Recibió la Beca Guggenheim, Nueva York, en 1990, y la sección argentina del AICA lo eligió como crítico latinoamericano de más importante trayectoria (ex aequo con Paulo Herkenhoff). Ha publicado más de 600 ensayos, artículos y comentarios en publicaciones de varios  países. Ha organizado y participado en numerosos simposios internacionales y dictado conferencias y seminarios en universidades e instituciones de más de 70 países.
Imágenes destacadas en el artículo:
Ana Mendieta. Silueta verde. Serie Silueta, 1976. Lifetime color photograph. 20,3 x 25,4 cm. © Estate Ana Mendieta. Cortesía Galerie Lelong & Co.
Ana Mendieta. Sin Título. Serie Silueta, c. 1978. Lifetime black and white photograph. 40,6 x 50,8 cm. © Estate Ana Mendieta. Cortesía Galerie Lelong & Co.
Ana Mendieta. Sin Título. Serie Silueta, 1978. Impresión en plata sobre gelatina. 17,1 x 24,8 cm. © Estate Ana Mendieta. Cortesía Solomon R. Guggenheim Museum, New York.

Gerardo Mosquera / La Habana.

Ella y su arte eran una sola pieza. Se trata de uno de los casos en que la creación artística ha estado más vinculada con la existencia individual. Su arte fue un rito compensatorio de su escisión personal, una solución imaginaria a su ansia imposible de afirmación mediante el regreso, a la vez en términos étnicos, freudianos, sociales y políticos. A los doce años, Ana fue enviada por sus padres a Estados Unidos, acompañada solamente por su hermana, un poco mayor. Allí fueron atendidas en escuelas y en adopción temporal. El desgaje, la sensación de pérdida, la adaptación forzosa a un nuevo medio cultural y lingüístico, la marcaron para siempre, Nunca superó los traumas, al extremo de llegar a decir que sólo tenía dos opciones: ser una criminal o una artista. Si examinamos la trayectoria de su trabajo, vemos que el arte fue para Ana un medio de compensar su desgarramiento interior, de sublimar una obsesión.

Ella describió su obra como una vuelta al seno materno. Consiste en un único gesto: incorporarse al medio natural, fundirse con él en un acto místico. Es una larga metáfora del regreso a lo primario, construida desde su propia sed individual de retorno, su “sed de ser”, como dijo ella misma. Pero también es una experiencia trascendental, una hierofanía íntima. Esta religiosidad “primitiva” en la práctica del arte, basada en la reactivación dentro de éste de acervos tradicionales de América Latina, hermanan su práctica con la de Juan Francisco Elso. Ambas obras consistían en un ritualismo que era a la vez real y simbólico. No es que en ellos el arte volviera a la religión, sino lo opuesto: la religión regresaba al arte. Quiero decir que éste no pasaba a desempeñar funciones ancilares de la religión: se apropiaba de prácticas religiosas parafines artísticos ampliados hacia lo religioso.

El trabajo de Ana se afiliaba al earth art, pero un rasgo la distinguía de la ejecución habitual de esa tendencia. Por lo común, en el earth art se proclama la materia natural desplazándola de su contexto de origen para jerarquizarla en otro diverso o introduciendo cambios sugerentes en el propio medio natural, casi siempre en gran escala. Es la tierra puesta en función de la voluntad del ser humano. En Ana hay una actitud más modesta: es el ser humano quien va hacia la tierra, quien se integra al medio natural. No para violentarlo, sino en procura de una fusión íntima. No busca transformar sino participar.

Estamos ante un arte ecológico en el completo sentido de la denominación. Entre la naturaleza y las siluetas que Ana le añadía como señales de su propio cuerpo no se produce con tradición alguna. Se trata de “una colaboración entre la artista y la naturaleza”, como ha observado Judith Wilson, dado el carácter activo de la unión: Ana intervenía sobre el medio y éste iba transformando después sus intervenciones. Una simbiosis entre mujer y paisaje.

Ella comenzó integrando su propio cuerpo, físicamente, a obras tipo body art y performance. Después pasó a usar la representación de aquél y las obras fueron calificadas de earth body art, por su fusión de ambos. El trabajo con la tierra permanecía tan personalizado que Luis Camnitzer habla de “autorretratos”. Pero las “obras” -en su acepción de resultado visible- revisten menor importancia que sus procesos, debido a que éstos determinan la semiosis y aún prosiguen después de terminada la “pieza”, en su devenir dentro del medio ambiente. El arte de Ana es ante todo una ceremonia íntima con la naturaleza, cargada de implicaciones topológicas.

La mayor parte de su producción fue hecha en lugares apartados y con carácter efímero. Ella exhibía sólo la documentación fotográfica, que es lo que aquí se presenta. Las fotos eran el eslabón para comunicar al público su liturgia místico-artística. Pero William Zimmer ha hecho una observación interesante.

Según él, la obra de Ana implica la fotografía, pues este medio da un sentido contemporáneo a lo que de otro modo permanecería demasiado próximo a lo “primitivo”, como si estuviera volviendo a hacer “genuino arte neolítico”.

El señalamiento es elocuente, además, respecto a lo que Camnitzer ha llamado el arte spanglish de Ana, fruto de su sentirse “entre dos culturas”. Su obra mezcló procedimientos y poéticas usuales en Nueva York en la época con una espiritualidad latinoamericana sentida culturalmente, para resolver su propia escisión personal. Más que una suerte de unión de feminismo, earth art, body art, performance y “primitivismo”, su trabajo fue una vida-arte. Su expresión sobrepasa el simbolismo de signo físico, llenándose de implicaciones vivenciales y de cultura. Queda además como una imagen general del drama de la ruptura cultural y la voluntad de trascenderla.

Ana se usó a sí misma como una metáfora. Y hasta su muerte trágica -es de mal gusto decirlo- pareció completar el ciclo de una lógica escalofriante: su última obra. Como signo de la imposibilidad del regreso, la silueta final quedó sobre el cemento de Nueva York, volviendo a sus primeros performances con la muerte y la sangre. Alguien en Cuba ha comentado que el arte fuertemente religioso de Ana y Elso insistía en una entrega ceremonial del cuerpo y “¡Con eso no se juega!”. Sus ejemplos sugieren en la conciencia popular, un nuevo sentido trascendente para el arte.

Notas:
Este artículo fue tomado del sitio web Performancelogía. Todo sobre arte de performance y performancistas.
Cada artículo expresa exclusivamente las opiniones, declaraciones y acercamientos de sus autores y es responsabilidad de los mismos. Los artículos pueden ser reproducidos total o parcialmente citando la fuente y sus autores.
Sobre el autor:
Gerardo Mosquera (La Habana, 1945). Crítico, curador e historiador de arte independiente. Asesor de la Academia de Bellas Artes del Estado de Holanda. Miembro de los consejos de varias revistas y centros de arte internacionales. Fundador de la Bienal de La Habana. Ha sido curador del New Museum of Contemporary Art, Nueva York. Director artístico del Festival Internacional de Fotografía “PHotoEspaña”, en Madrid, en las ediciones de 2011, 2012 y 2013. Recibió la Beca Guggenheim, Nueva York, en 1990, y la sección argentina del AICA lo eligió como crítico latinoamericano de más importante trayectoria (ex aequo con Paulo Herkenhoff). Ha publicado más de 600 ensayos, artículos y comentarios en publicaciones de varios  países. Ha organizado y participado en numerosos simposios internacionales y dictado conferencias y seminarios en universidades e instituciones de más de 70 países.
Imágenes destacadas en el artículo:
Ana Mendieta. Silueta verde. Serie Silueta, 1976. Lifetime color photograph. 20,3 x 25,4 cm. © Estate Ana Mendieta. Cortesía Galerie Lelong & Co.
Ana Mendieta. Sin Título. Serie Silueta, c. 1978. Lifetime black and white photograph. 40,6 x 50,8 cm. © Estate Ana Mendieta. Cortesía Galerie Lelong & Co.
Ana Mendieta. Sin Título. Serie Silueta, 1978. Impresión en plata sobre gelatina. 17,1 x 24,8 cm. © Estate Ana Mendieta. Cortesía Solomon R. Guggenheim Museum, New York.